sábado, 26 de abril de 2025

La traca. Una novela muy eldera (8)

Ramón Candelas
Hace 22 horas
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La traca. Una novela muy eldera (8)

Resumen de lo publicado

 

Tras la insólita aparición de unas pintadas acusadoras en la fachada del Ayuntamiento y el no menos insólito robo de las joyas de la Virgen, una serie de tumultos tienen lugar durante el Pregón, la Salve del día 7 y el concierto en la plaza Castelar del 8, provocados por una misteriosa yincana convocada en las redes sociales, y a la que las autoridades políticas y policiales no logran poner coto. Algo que preocupa sobremanera a Julio Maestre, alcalde de la ciudad, por cuanto podría dar al traste con ciertos asuntos ocultos que se trae entre manos.

Salu descubre una cripta situada bajo la iglesia, donde la retienen unos facinerosos que resultan estar detrás de la yincana, y que se aprestan a dar el golpe definitivo a la reputación de Elda. Liberada del encierro, Salu desvela la existencia de la cripta y del complot a las autoridades, que se ven forzadas a adoptar medidas drásticas. Espoleados por la necesidad que sienten el uno del otro, Salu y Rafa comienzan a ver la luz al final del túnel de su complicada relación.

 * * *

Lunes, 9 de septiembre. 12:30 h.

Lo primero que ha hecho el equipo de la Policía Científica recién llegado de Alicante ha sido instalar globos de luz y un generador. Antes que eso, una cuadrilla reunida con urgencia por Ramón Pastor, a quien el alcalde ha arrancado de su día festivo por fuerza mayor, ha agrandado el boquete en la pared del refugio antiaéreo, de forma que ahora incluso el corpulento técnico municipal puede acceder al túnel oculto sin apenas agachar la cabeza.

Al final de este, la cripta es un ir y venir de agentes vestidos de buzo blanco y calzas de plástico. Examinan los enseres en busca de huellas, y los rincones en busca del menor indicio que pueda servirles para identificar a la pareja descrita por Salu, buscada por robo, detención ilegal y alteración del orden público.

—Aquí no hay nada más que polvo, inspectora —dice una oficial a Ángeles Miró—. Han aparecido algunos cabellos, pero algo me dice que van a ser de la secuestrada. Esos tipos se han cuidado de no dejar ninguna pista: si, como dice ella, llevaban guantes y pasamontañas todo el rato, me temo que no vamos a encontrar nada.

—Pero tenían aquí el campo base, Magda —discrepa Miró—. Como mínimo, han dormido tres o cuatro noches. En algún momento han tenido bajar la guardia. Dad otra pasada, por favor.

—Vale. Se me ocurre que, si salían y entraban con tal impunidad, es posible que realizasen las comidas en algún bar cercano, por ejemplo. Convendría investigarlo.

—Ya lo había pensado. Tengo a dos hombres preguntando en todos los locales de la zona. Si se hicieron asiduos de alguno, lo sabremos antes o... ¡Oiga, no toque eso! —grita a un individuo que husmea como un hurón el mueble de patas torneadas descrito por Salu como arca del tesoro—. ¿Quién es usted y por qué le han dejado entrar?

El hombre, de aspecto jovial, gafas de concha y cabello largo recogido en una coleta pasada de moda, se endereza de un respingo.

—Ehhh... Ejem. —Tiende la mano a la inspectora, azorado—. Lucas Gras, arqueólogo municipal. Y este armario...

—Arqueólogo o fontanero, esto es una investigación policial —lo interrumpe ella con brusquedad—. Yo decido lo que puede y lo que no puede tocarse aquí, ¿entendido?

—Soy yo quien le ha autorizado, Ángeles —dice la voz amable a la vez que firme, sin duda acostumbrada a hacerse obedecer, de una figura recién surgida del túnel en compañía de Julio Maestre—. Le he pedido que haga un inventario en calidad de perito judicial, no vaya a ser que desaparezca alguna cosa.

Laura Bañón viste un impecable traje sastre beis con falda por la rodilla y calza sandalias doradas de medio tacón, más apropiadas para la misa cancelada que para un sarao policial nueve metros bajo tierra. Está claro que a la jueza también le han fastidiado el día del Cristo.

—Por supuesto, señoría —concede la inspectora—. Pero la Científica todavía está con lo suyo. Tendrá que esperar a que acaben, Gras. Ah, y póngase unos de estos, haga el favor —añade, tendiendo al arqueólogo un par de guantes azules.

Oro labrado. Plata repujada. Gemas engastadas. Un coro de ohes saluda la apertura del arca.

—¡Es magnífico!

—¡Increíble!

—¡Guau!

—Salu Amat tenía razón —dice el alcalde, tras dejar escapar un silbido.

—Es un tesoro, ¡un verdadero tesoro! —Don Ernesto, otro invitado al baile, junta las palmas de las manos y eleva la mirada al cielo; a la bóveda, en este caso—. ¡El tesoro parroquial, Dios sea loado! Y nosotros, convencidos de que se había perdido durante la Guerra. ¡Gracias, Señor!

La jueza Bañón sacude la cabeza.

—No me explico que los ladrones lo pasaran por alto, la verdad —dice.

—Lo que no se explica —opina Lucas Gras, el arqueólogo— es que esta cripta haya permanecido ignota desde que se derribó la antigua iglesia.

—No tan ignota —disiente Ramón Pastor—. A la vista está que alguien la conocía, y, de hecho, creo que yo mismo la hubiera descubierto el sábado, de no ser por la bomba de humo que tan oportunamente lanzaron al refugio. Es obvio que no fue una casualidad.

—¿Es posible que alguien encontrase la cripta durante la reforma del refugio? —inquiere Ángeles Miró.

—Yo diría que es lo más seguro. Desde entonces, ha permanecido cerrado, salvo por algunas visitas esporádicas, siempre controladas. —Desvía la mirada el técnico municipal ante la ceja arqueada del alcalde—. Ejem. Casi siempre.

—Pues necesito toda la información que pueda encontrar sobre el personal que tuvo relación con la reforma: técnicos, contratas, subcontratas...

—Lo tendrá mañana por la mañana en su despacho, inspectora.

—Mejor vamos ahora al suyo y lo miramos. Lo siento por usted, Pastor, pero hemos montado un dispositivo para cercar a los delincuentes, y si sabemos a quienes buscamos, nos será más fácil identificarlos.

El aludido vacía los pulmones. Adiós, día del Cristo, se ahorra decir. La inspectora y él se disponen a abandonar la cripta, cuando Julio Maestre se les adelanta en dirección a la puerta, los brazos abiertos de par en par.

—¡Lorena!... ¡Gracias por venir! —saluda efusivamente.

Taconeo firme, rizada melena negra, labios de oreja a oreja. Una mujer a quien Miró solo conoce de fotografías acaba de entrar en la cripta, conducida por un agente de la Policía Nacional.

—Gracias a ti por avisarme, Julio. No podía perderme esto —dice Lorena Buendía, mirando en derredor con sus grandes ojos verdes muy abiertos—. ¡Menuda sorpresa!

—Y que lo digas. Aún estamos en shock con todo lo ocurrido.

Tras las presentaciones, el alcalde se lleva a la alcaldesa de Petrer del brazo para enseñarle las maravillas halladas, momento que el policía recién llegado aprovecha para saludar a Ángeles Miró, llevándose dos dedos a la visera.

—Dime, Mateo.

—El comisario la requiere en la plaza, inspectora. Dice que es importante.

—¿Él no baja? Ah, ya. —Hace a su subordinado un guiño cómplice—. La claustrofobia, ¿eh?

Antes de abandonar el lugar, Ángeles Miró alcanza a oír un intercambio de frases entre la alcaldesa y el alcalde, dicho en un tono no lo bastante confidencial como para una cripta con buena acústica.

—Estoy preocupada, Julio. ¿Cómo va a afectar el lío mediático que hay montado ahí fuera a lo nuestro?

—Pues en Madrid también están preocupados. Me han llamado del Ministerio...

Sale Ángeles Miró a la luz solar, seguida de Ramón Pastor y el agente Mateo Obrador. Lo primero, calarse las gafas de sol. Despejado definitivamente el cielo, a esa hora la plaza de Arriba es un horno acordonado por vallas de seguridad y cinta policial, que no parecen gran cosa para contener a los cientos de personas que se agolpan en todo el perímetro; sobre todo, en el lateral que da a la iglesia y en la salida hacia la plaza del Ayuntamiento, donde la mayoría de la gente porta un pañuelico azul celeste al cuello.

La inspectora arruga la nariz. Ni siquiera los escudos, porras y escopetas antidisturbios de los agentes de la UPR desplegados parecen capaces de mantener a raya a esa multitud, si llegase a desmadrarse.

—Vaya hacia su despacho si quiere, Pastor —dice—. Enseguida me reúno con usted. Mateo, tú quédate aquí, custodiando la entrada del refugio.

Bajo el sol inmisericorde del mediodía, a la sombra recalentada de una carpa montada sobre un banco de hormigón corrido cercano a la marquesina, el oficial al mando del Grupo Operativo revisa el plano de la ciudad con Emilio Esteve y otros policías nacionales y locales. Junto a ellos, el comisario Tordera habla por teléfono con el entrecejo arrugado, sea porque le molesta el resol, sea porque escucha malas noticias.

—... y de los instigadores, ¿hay algo nuevo?... Sí, de acuerdo. Entiendo... No pierda de vista el asunto, Sabino. Téngame informado si se mueve cualquier cosa, por pequeña que parezca.

La inspectora saluda al comisario, expectante ante las novedades que pueda tener Sabino Sánchez, el informático que investiga la yincana en las redes sociales.

—Nada. —Sergio Tordera menea la cabeza, el aire preocupado—. Es como si a los promotores de la yincana se los hubiera tragado la tierra. Circulan miles de comentarios, memes, bulos y falsas alarmas, eso sí; pero las fuentes permanecen mudas.

—Vaya. ¿Y qué era lo que tenía usted que decirme?

—Que una furgoneta mal aparcada en las inmediaciones del Mercado Central ha levantado las sospechas de los hombres de Esteve. Han comprobado la matrícula, y se han encontrado con que corresponde a otro vehículo. —El comisario se aventa el rostro con el teléfono. Dos amplios rodales de humedad se han instalado en sus axilas, iguales a los que, a este paso, la inspectora no tardará en sentir—. Total, que la han registrado, y resulta que en la parte posterior han encontrado todo el material de camping mencionado por la señora Amat, incluyendo el váter químico, las garrafas de agua..., todo. Y en la guantera han aparecido ni más ni menos que las joyas robadas, guardadas en su saquito de gamuza original.

—Vaya. Si las han olvidado ahí es que iban con prisa.

—Quizá hayan visto que hay controles y han decidido abandonarlo todo. Al fin y al cabo, las joyas tampoco tienen tanto valor intrínseco como para arriesgarse a que los cojamos con ellas encina. Y si los que manejan las redes sociales tampoco han dado pistas de la yincana en toda la mañana...

—¿Quiere eso decir que se ha acabado?

Encoge los hombros el comisario.

—Quiere decir que quién sabe. Según Salu Amat, los fugados parecían haber terminado anoche su trabajo. El hecho de que levantasen el campo así lo demuestra.

—Pero según ella, también, les faltaría rematar la faena. Que la ciudad se vaya a la mierda, ya sabe

—Pues no sé cómo van a lograrlo, ahora que se han quedado sin equipo y sin vehículo, y sabiendo, además, que nos tienen encima.

Ángeles Miró se muerde el labio inferior, pensativa. La apreciación de su superior le parece optimista, teniendo en cuenta que, desde que limpiaron la cripta hasta que regresaron para abrirle la puerta, los captores de Salu Amat tuvieron varias horas de nocturnidad para preparar una nueva fechoría. Y otra cosa: ¿qué han estado haciendo en las más de tres horas transcurridas desde entonces hasta que han abandonado la furgoneta? Nada bueno, seguro.

Se aparta el pelo, que comienza a sentir pegado a la frente.

—Creo que adelantaríamos mucho con esto si tuviéramos un porqué —reflexiona—. Y tengo la sensación de que el alcalde sabe algo que al final no nos ha contado. En todo caso... ¿Qué ocurre?

Conforme hablaba, el rumor de fondo en la calle ha ido elevándose hasta convertirse en griterío.

—Parece que el pueblo reclama pan y circo —observa el comisario—. Traca, en este caso.

«Tra-ca, tra-ca, tra-ca» es, en efecto, el lema que se eleva de miles de gargantas. La suspensión de las Fiestas Mayores, anunciada en un bando de urgencia, ha causado una conmoción generalizada. Más allá de la esquina, la plaza del Ayuntamiento se intuye a rebosar. Los ciudadanos con cuerpo festero se han ido agolpando contra las vallas, empujados por los de atrás. Los más se han soltado el pañuelico celeste, que ondean en la mano cual peña sanferminera, al tiempo que agitan con la otra sus paraguas multicolores, guardados con celo de un año para otro —en Elda sirven de poco más—, para el acto más popular y característico de las Fiestas: correr la traca.

—¿Cómo lo ves, Aranda? —pregunta al jefe del Grupo Operativo.

—Como para pedir refuerzos. Si han venido los que me temo, vamos a necesitarlos.

—¿Profesionales? —inquiere Esteve.

El oficial hace un gesto ambiguo.

—Han tenido tiempo de sobra de llegar desde muchos sitios. De hecho, me sorprende que todavía no se vean cascos y pasamontañas.

Como para refrendar sus palabras, una botella de litro y medio de agua sale volando de la multitud para estrellarse a pocos metros del puesto de mando, desparramando su contenido con un seco chof.

—Ya empiezan.

Aranda hace señas a algunos de sus hombres, que se apresuran a cubrir con sus escudos la entrada desde la plaza de la Constitución, lugar donde daría comienzo la traca en circunstancias normales, y la zona donde más alterado se ve al personal.

—¿Un Grupo de la UIP? —le pregunta el comisario, rascándose la coronilla.

—Si salen enseguida de Valencia, pueden estar aquí en hora y media.

—Al alcalde no va a hacerle gracia tener a los antidisturbios en el pueblo, en plenas Fiestas —apunta Emilio Esteve.

—A su alcalde no va a hacerle gracia que le devasten el pueblo, jefe —replica el oficial—. Créame, me he visto en algunas de estas.

—Está bien, Aranda —acepta el comisario—, proceda. ¡Obrador! —El agente de guardia en la marquesina corre a cuadrarse ante él—. Haz subir a todo el mundo. Que despejen la cripta. Vamos a cerrar el refugio, no sea que algunos descerebrados intenten colarse.

—¿Qué pasa?

Sale el alcalde al bochorno, seguido por el resto de los convocados a la revelación del tesoro. Tras ellos, los agentes de la Científica se apresuran a transportar el material ligero hacia su furgoneta.

—Tus paisanos están alterados, Julio —le responde el comisario Tordera—. Quieren su traca.

El «alterados» se queda corto enseguida: la salida de la comitiva es contestada con voces y silbidos. Más botellas de agua vuelan para estrellarse en derredor. Una litrona de cerveza revienta peligrosamente cerca. Los añicos ámbar se esparcen por el pavimento, y el líquido ámbar salpica los tacones de la alcaldesa. Desde el amplio frente de la plaza que da a la iglesia, numerosos reporteros fotografían la escena. Un par de muchachas hablan a sus respectivos micrófonos ante sendas cámaras de televisión

—¡Qué cojones...! —se enerva Julio Maestre, gesticulando con las manos—. Voy a hablar con ellos. Lo siento, Lorena; la gente de Elda no somos así.

Hace ademán de dirigirse hacia la barrera de escudos, pero el oficial de la UPR lo retiene por el brazo.

—Es inútil, alcalde. Los de las botellas no son conciudadanos suyos —dice—. Son alborotadores profesionales.

Julio Maestre lo mira con las cejas levantadas.

—¿Profesionales?... ¿En Elda? —balbucea—... ¿¡Qué me dice!?

El otro enumera con los dedos de una mano enguantada en negro.

—Extrema derecha, extrema izquierda, anarquistas, antisistema... ¿Recuerda los disturbios de Madrid contra la amnistía, o los de Barcelona cuando el arresto de Pablo Hasél? Para cualquiera de esos grupos, esto de aquí es un entrenamiento.

—El oficial tiene razón, alcalde —dice la inspectora Miró, que acaba de responder una llamada—. En la rotonda de los Rotarios han interceptado a un grupo de ultras fichados. Traían pasamontañas y bates de béisbol. Los tienen allí retenidos, pero no descartan que se les hayan escapado otros.

—¿Qué hacemos, entonces?

—Enciendan la traca —sugiere Aranda.

El alcalde levanta ambas cejas.

—¿La traca?

—¿Sus paisanos quieren traca?, pues désela.

La inspectora Miró es la primera en comprender. Se inclina hacia el mapa desplegado sobre el banco.

—Los del pueblo, como mínimo, echarán a correr —explica, señalando el entramado de calles—. Eso los dispersará: subirán por la calle Colón y por Juan Carlos I, y la mayoría se irá quedando por el camino, se tomará un aperitivo y se irá a casa a comer.

—Los alborotadores venidos de fuera se quedarán vagando por la calle —continua el jefe del Grupo Operativo—. Tampoco creo que sean tantos. Nos será más fácil identificarlos y neutralizarlos.

Julio Maestre, la frente recién salida del refugio ya perlada de gotitas brillantes, niega con la fatalidad de quien tiene una mala noticia.

—Pero no se puede —descarta—. Cuando hemos decidido suspender las Fiestas esta mañana, el Concejal de Seguridad Ciudadana ha pedido a la Comisión de Traca y Globo que desmontasen la traca. Ahora se tardarían horas en volver a montarla.

Una bengala vuela por encima de la barrera policial, rebota en un banco y cae cerca de la carpa, proyectando un chorro de chispas envuelto en humo hacia los allí reunidos, que se apartan entre aspavientos y malditaseas. Un agente corre a alejarla de un puntapié con su bota reforzada.

—Lo que yo pensaba: ahí están —dice Aranda, señalando a un grupito de exaltados que agitan las vallas con intención de desmontarlas.

—Podéis anunciar por megafonía que se correrá por la tarde —sugiere Lorena Buendía—. Quizá así...

—Ejem.

El cabo Díez, un policía nacional robusto de mirada afilada y mostacho blanco con ribetes amarillentos, da un paso al frente.

—Con su permiso, comisario —dice—. Hace poco más de una hora he visto a los de la traca terminando el montaje por Juan Carlos I.

—¿Cómo?... No es posible —se sorprende el alcalde, balbuceante—. Pero si Eladio... la Comisión...

—Verifícalo, Antonio —pide Tordera, más que ordena, en deferencia al más veterano de sus hombres—. Asómate a la plaza del Ayuntamiento, a ver si está puesta.

El cabo dirige una mirada desconfiada a la multitud que tapona el paso. Es evidente que no le hace gracia el encargo: al filo del pase a la reserva, uno no está para tonterías. Pero sabe que el comisario sabe que de joven se chupó diez años en la Pamplona de la peor kale borroka, y que no hay un tipo con más agallas en toda la comisaría de Elda-Petrer. Así que Antonio Díez traga saliva, se cuadra y se lleva a la visera cuatro dedos de la mano extendidos.

—Lo que usted ordene, comisario.

Se da la vuelta, dejando ver una gran mancha de humedad en la espalda. Antes, sin embargo, de que llegue a acercarse a la barrera, dos hechos simultáneos tienen lugar.

Uno. La inspectora Miró recibe una llamada que su smartphone identifica como de Almudena Navarro, la hija de Salu Amat.

—¿Almudena? ¿Qué...?

Es la voz de la propia Salu, sin embargo, la que la interrumpe con apremio:

—¡Es la traca, inspectora! La prueba final de la yincana. No me pregunte cómo, pero está relacionada con la traca. ¡Han de impedir a toda costa que se dispare!

Dos. Una brusca sucesión de estampidos atruena al aire, simultaneada con el característico silbido de una mecha. Los presentes en la improvisada reunión bajo la carpa recalentada, el alcalde, la alcaldesa, la jueza, los policías, todos abren unos ojos como frisbis.

—¡Mierda!

—¡¡Es la traca!!

—¡¡¡La han prendido!!!

La inspectora, que se disponía a tranquilizar a su interlocutora, se queda con la mirada perdida en el vacío y la boca abierta.

 * * *

Lunes, 9 de septiembre. 12:45 h.

Lástima de ocasión desperdiciada con Rafa, justo cuando ambos empezaban a venirse arriba. Pero tras la intrusión de Almudena les ha dado tal ataque de risa que se les ha pasado el punto, y al final han optado por dejarlo.

—Hoy comemos tú y yo en Fayago, como teníamos previsto —le ha recordado él—. Y luego, siesta en mi casa. ¿Qué te parece?

­—Me parece perfecto —ha respondido ella, rozándole los labios con los suyos—. Y ahora voy a darme una ducha, que falta me hace.

—Pues te veo en el restaurante a las dos. Mientras tanto, procura no meterte en más líos.

—Bobo.

—Guapa.

Ahora, limpia la piel, limpio el cabello, limpio el espíritu, porque al menos ha logrado mantener con Rafa la conversación pendiente, Salu baja la escalera de su abuelo envuelta en una fresca bata de verano.

En el salón, doña Remedios y Almudena están pegadas a las pantallas de sus respectivos móviles: la abuela escucha misa en un canal de YouTube, truco que aprendió durante el confinamiento y que le permite adaptar los oficios a su conveniencia; la nieta chatea como una posesa con sus amigos de Madrid y Elda.

—¡Mamá, por fin! —se alegra la una.

—Hija, ¿has descansado? —se interesa la otra—. Desde luego, tienes mucha mejor pinta.

—Es el amor, abuela, que lo cura todo.

—No seas ñoña, Almu.

Las pullas mutuas no impiden que madre e hija se abracen.

—Ayer estaba asustada, mamá.

—Lo sé, cariño.

—Y yo —se suma la abuela—, no veas el miedo que me hiciste pasar.

—Bueno, pero ya se acabó. Parece que mis captores huyeron tras soltarme, y que se ha desactivado la yincana. Incluso es posible que, si las cosas se tranquilizan, esta tarde se celebre la procesión.

—Dios te oiga, hija, Dios te oiga. ¿Tú sabes que tristura, que hayan suspendido las Fiestas? —Sacude la cabeza doña Remedios—. Quién me lo iba a decir: el día del Cristo, sin Misa Mayor, ni traca, ni Salve ni nada.

—Ni nada, no. —Salu distiende los labios—. Yo voy a comer en Fayago con Rafa.

—¡Mírala, qué suerte! ¿Y nosotras, qué, abuela?

—Nosotras, sobras, cariño. No todo va a ser trabajar.

Salu consulta su reloj de pulsera. Va bien de tiempo. Ponerse un vestido, ponerse los zapatos y lista.

—Y tú, Almu —dice, mientras se retoca el pelo ante el espejo del aparador—, ¿cómo es que no sales?

Su hija pone cara aburrida.

—Estoy esperando a ver si la pandilla dice algo, pero parece que se han amuermado. —Consulta el móvil con desgana—. Creo que... —Se lleva la mano a la boca—. ¡Ostras!

—¿Qué?

—¿Qué?

—Mirad.

Reenviado

Eldenses, ¿creíais que no habría más yincana?

Pues la hay, y con un superpremio más grande que todos los anteriores.

No os perdáis la traca final de las Fiestas.

Salu abre mucho los ojos.

—¿La traca final?

Doña Remedios los entorna para leer mejor.

—¿Qué quiere decir?

—La traca final... —Salu se pinza el puente de la nariz con dos dedos—. Es lo que dijo uno de mis captores: que se marchaban a preparar la traca final.

—¿Se refería a la nuestra, la de correr? —quiere saber su madre.

—Pero mamá, si no hay traca —objeta su hija—. La han suspendido.

—¿Estás segura?

—Bueno... Eso han dicho.

—¿Tenéis el número de la inspectora Miró?

—Yo sí —responde Almudena—, nos lo dio anoche. Pero no veo...

—Márcalo, rápido.

Apenas la joven clica el icono de llamada, Salu le arranca el teléfono de las manos. Ángeles Miró descuelga al tercer toque.

—¿Almudena? ¿Qué...?

—¡Es la traca, inspectora! La prueba final de la yincana. No me pregunte cómo, pero está relacionada con la traca. ¡Han de impedir a toda costa que se dispare!

La inspectora contiene el aliento durante unos instantes, en los que Salu escucha un fragor de fondo inconfundible y una serie de exclamaciones airadas.

—La traca está en marcha —responde Miró—. Alguien acaba de encenderla por su cuenta.

—Han sido ellos, los malhechores, los de la yincana. ¡Párela! ¡Haga lo que sea, pero párela!

 * * *

Lunes, 9 de septiembre. 12:55 h.

Para la movida que hay organizada en el pueblo, la agente Belmar tiene una mañana relativamente tranquila. Peor están, por lo que viene escuchando en la radio, los compañeros destinados a los controles de acceso, en todos los cuales están teniendo sus más y sus menos con quienes se resisten a dar media vuelta. Ella, en cambio, se ha dedicado a pasear de la plaza Sagasta a la plaza Castelar y viceversa, una zona donde el ambiente es tranquilo y festivo, sin más cometido que echar un ojo a los transeúntes; en especial, a los grupos de forasteros, distinguibles a simple vista porque entre ellos no se ven camisetas de la traca. También atiende las consultas de los ciudadanos, que en su mayor parte se interesan por la traca: que si la van a tirar, que si no la van a tirar, que a qué hora la van a tirar, que por qué no la tiran. Sus últimas noticias son que la han suspendido junto con el resto de los actos festivos, pero entonces no entiende —ni sabe responder cuando le preguntan— para qué se han tomado la molestia de instalarla.

Tampoco es un detalle que le preocupe demasiado. Con suerte, el día acaba sin incidentes; acaban las Fiestas, que están resultando de pesadilla para la Policía Local; y vuelven a sus casas los forasteros y al trabajo los eldenses. Y entonces, ¡tachán!, comenzarán las que espera sean las mejores vacaciones de su vida: crucero con su novio por el Nilo con todo incluido, lo cual incluye, valga la redundancia, un anillo de compromiso que, sabe de buena tinta —para eso una es policía—, planea él ofrecerle ante las Pirámides.

A la altura de Duver, a punto de darse la vuelta en su enésimo arriba-abajo, y tras echar el enésimo vistazo a unas sandalias de cuña que le parecen ideales para el crucero, a Belmar se le presenta, por fin, ocasión de esclarecer su duda: dos miembros de la Comisión de Traca y Globo salen de la plaza Mayor, reconocibles porque ambos llevan la característica camiseta amarilla y porque uno de ellos está casado con su hermana.

—¿María, qué tal llevas la mañana? —El cuñado curva los labios hacia arriba, burlón—. Esto está petao, ¿no?

Ella pone los ojos en blanco, gesto que las gafas de sol no permiten apreciar.

—Está tremendo, sí. Pero bueno, de momento a la gente se la ve tranquila. Y vosotros, ¿dónde vais?... Y, por cierto, ¿por qué está montada la traca? ¿No se supone que la han cancelado?

—Na, que ha habido una confusión a cuatro bandas entre la Concejalía de Seguridad Ciudadana, la de Fiestas, la Comisión y la pirotécnica. Que si ponte, que si estate quieto, que si espera..., total, que para cuando los unos se han puesto de acuerdo en suspender el montaje, los otros ya lo habían terminado.

—Por lo menos, no han terminado de instalar la mascletá —apunta el compañero—. Nosotros somos de Globo, pero como también se ha suspendido, pues ya hemos recogido lo nuestro. Ahora subimos a la plaza Castelar, a echarles una mano a los de Traca.

—Ya. —María Belmar eleva la mirada a la ristra de petardos que cruza la calle en diagonal a seis metros de altura—. ¿Vais a descolgarla, entonces?

El cuñado la imita, haciéndose de visera con la palma de la mano.

—Nos meteremos con ella en cuanto se acabe de embalar la mascletá, digo yo...

El «digo yo» queda suspendido en el aire cuando los tres escuchan un lejano, sordo, inconfundible eco.

—¿Qué es eso?

—Parece...

—¡No puede ser!

Un vocerío proveniente de Ortega y Gasset enfila la calle Jardines y los sobrepasa, propagándose calle arriba entre la multitud como ola artificial en un canal de pruebas. Simultáneamente, un zumbido de estática en la radio que la agente Belmar lleva al hombro da paso a un mensaje emitido con voz apremiante.

«A todos los agentes que se hallen en el recorrido de la traca: deben impedir que esta llegue hasta el final. Repito, a todos los agentes: la traca no debe llegar hasta el final. Córtenla como sea».

El cuñado y el amigo se miran el uno al otro, los ojos muy redondos, sin comprender.

—¿Qué hostias...? —balbucea el primero—. ¡María, espera!... ¿Adónde vas?

Para cuando ambos reaccionan, la muchacha ya ha llegado a la altura de la terraza del Camaleón, llena de gente afanada en el obligado aperitivo. Corre todo lo rápida que le permite la muchedumbre, que, de repente, ha comenzado a jalearse entre sí y a moverse al unísono calle arriba entre risas y grititos festivos. Tropieza con unos, esquiva a otros, empuja a un alelado que le estorba el paso, siempre espoleada por el mensaje que insiste desde la radio. Su cabeza es un torbellino confuso, mezcla de determinación —la traca está condenadamente cerca, sobre su misma cabeza— y aprensión —la traca está condenadamente lejos, a seis metros de altura—. Alcanza la esquina de Jardines con Ortega y Gasset.

El bramido de la pólvora se hace cada vez más cercano. Las explosiones suben por la calle Nueva. ¿Cuánto queda para que lleguen hasta ella? ¿Un minuto?, ¿dos?, ¿tres?

Se detiene a tomar aire en el chaflán de la zapatería Puntapié, lo que aprovecha para hacerse una rápida composición de lugar. Entremezclada con los numerosos tendidos de plastificado negro que atraviesan la calle, esa antiestética lacra urbana que ningún ayuntamiento del país parece capaz de erradicar, la línea por la que transcurre la traca forma un zigzag de anchura equivalente a la separación entre los bordillos de las aceras, sujetos los vértices mediante cabos atados a cualquiera de los numerosos elementos —canalones, farolas, cables— que adornan las fachadas.

El último amarre en Ortega y Gasset se sitúa junto al mirador achaflanado de la esquina, cerrado a cal y canto encima del Yamelopagarás. Inaccesible de todo punto. De ahí salta a la esquina del Sabadell, atravesando el cruce de calles en diagonal. Una señal de tráfico adosada a la pared podría permitirle intentar algo, pero... Quia. No llega ni de coña. La agente Belmar se pasa el dorso de la mano por la frente humedecida, sintiendo el latir de la sangre en las sienes. El rugido de las explosiones se hace insoportablemente cercano. En cualquier momento asomarán al fondo. Del Sabadell, la ristra de petardos vuela de nuevo, haciendo un doble zigzag sobre la encrucijada, hacia la otra fachada del Yamelopagarás, la que da a Jardines. Ahí se ata a una clavija del tendido eléctrico que recorre la fachada, por encima de un balcón de hierro forjado. Y debajo, otra señal de tráfico.

Su cuñado la alcanza en ese momento, derrumbándose contra el escaparate, las manos apoyadas en las rodillas.

—¿Qué... haces? —jadea.

—¡Ayúdame, corre!

Justo cuando los fogonazos y el humo comienzan a ser visibles al otro extremo de la calle, sin dar tiempo al cuñado para que recupere el resuello, la policía se lanza a cruzar la calle en diagonal, esta vez a favor de la muchedumbre. Como si hubiese calculado bien uno de esos problemas de vectores donde un barquero atraviesa un río y hay que determinar en qué punto lo depositará la corriente, desembarca justo en la señal de tráfico bajo el balcón. El cuñado, más lento, más torpe o más de letras, lo hace un poco más tarde y un poco aguas abajo.

—¿Vas a subirte ahí? —pregunta, viendo cómo ella se aferra al poste de la señal.

—Ponme las manos en estribo... Así.

Ignorante del gentío que desborda la calle, cada vez más denso, cada vez más vociferante, cada vez más cómicamente equipado de paraguas abiertos, María Belmar se encarama al disco de prohibido girar, alcanza la parte baja del balcón y, con una agilidad que deja pasmado a su cuñado, trepa a pulso por la barandilla hasta conseguir colarse dentro.

—¡Aquí estás! —resopla el otro miembro de la Comisión al lograr reunirse, por fin, con él—. ¿Qué hace tu cuñada? ¿La va a cortar?

—Qué va, es imposible que llegue. Como no sea que... ¡Joder, María!, ¡¿qué haces?! ¡¡Cuidado, coño!!

La muchacha se aúpa al estrecho pasamanos. Guardando un precario equilibrio, sin más apoyo que la fachada desprovista de agarres, consigue plantarse hasta asir el tendido eléctrico. Con la otra mano saca una navaja táctica del cinturón. Estira el brazo hacia la cuerda amarrada a la clavija, y, justo cuando va a darle un tajo, comprende que es una mala idea.

La cascada de chispas, humo y estruendo se aproxima al cruce en su infernal zigzag, precedida por abajo de una avalancha de paraguas multicolores, camisetas blancas, pañuelicos azules y zapatillas deportivas. Eldenses de toda condición, de todos los barrios, de todas las edades, corren festivamente, risueños, alegres, sin miedo —hay excepciones, claro— a las detonaciones que vuelan sobre sus cabezas, no en vano la pólvora es un ingrediente más del cóctel de sangre íbera, morisca, judía, aragonesa y castellana que corre por sus venas.

Belmar duda. La traca está formada por un cordel de cáñamo sobre el que discurre la mecha de papel con los petardos. Pero si lo que corta es el cabo que tensa el cordel principal, entonces la ristra de petardos permanece intacta, se desploma sobre la multitud, continúa explotando entre la misma, causando un más que probable pánico, y luego, si nada o nadie rompe la mecha, remonta el vuelo hasta el siguiente amarre, prosiguiendo su camino calle arriba.

¿Entonces?

Con la navaja abierta entre los dientes, la camisa empapada y churretones salados cayéndole por la frente y las patillas, la agente tira del cabo repetidas veces, atrayendo hacia sí la línea. A dos manos estaría chupado, pero con una ocupada en asirse al tendido de la pared, no le queda otra que ir enrollándoselo en la otra muñeca conforme jala. Y encima, sus preciadas gafas de sol le resbalan por la nariz, amenazando con desaparecer engullidas bajo la marea humana.

Se estira un poco más.

—¡¡María, cuidado!!

Con solo dos dedos enganchados al tendido, la traca está casi al alcance de su mano, pero a cada tirón la tensión es mayor, y el cabo se le clava en la muñeca desnuda.

Los estampidos alcanzan la esquina del Sabadell. El estruendo ahora es ensordecedor. La fetidez acre de la pólvora quemada, esa que a los festeros deleita como el mejor aroma, a María Belmar le quema los pulmones.

Un poquito más.

En el centro de la calle, cual contrincante que toma aliento antes de asestar el golpe definitivo, la traca se detiene repentinamente. Acabado el tramo previo, la mecha que hace de puente silba amenazadora. Son apenas tres o cuatro segundos, los suficientes como para proporcionar a la agente el respiro que necesita. Con un grito agónico, mezcla de triunfo y de sufrimiento, trae la línea a su alcance, solo para encontrarse, la navaja en la boca, los brazos extendidos en sentidos opuestos, con un nuevo problema. ¿Se suelta de la pared?

—¡¡¡María, no!!!

Pero los fogonazos cruzan ya la calle en dirección a su mano, a su cara, a sus ojos. O lo hace o se deja abrasar. De un último tirón, la agente Belmar atrae la traca hacia sí; luego suelta el tendido eléctrico, agarra la navaja y lanza un tajo con toda su alma.

Zas.

Tensa como la de un violín, la línea de cáñamo que soportaba la traca se retrae con un «zing» hacia adelante y hacia atrás. Por un incompresible golpe de mala suerte, sin embargo, el filo no acaba de morder la mecha de papel. La ristra de petardos se encoge hacia el centro de la calle, oscila, se desploma sobre el denso lecho de paraguas, siembra la confusión y acaba remontando el vuelo. Y la agente de la Policía Local María Belmar, impulsada por el retroceso, rebota contra la fachada y cae de bruces al vacío, un día antes de emprender las mejores vacaciones de su vida.

Justo todo lo que quería evitar.

Continuará

Ramón Candelas
Ramón Candelas
Acerca del autor

Nací en Elda en 1960, y, aunque resido en San Sebastián, nunca he dejado de regresar a mi familia, a mis fiestas, a mi pueblo, a mis raíces. Hace dos décadas que me dedico a escribir novelas, la mayor parte de las cuales he publicado de forma independiente. En 2019 fue el turno de "Cuartelillo. Una novela muy festera", inspirada en mi reencuentro con las Fiestas de Moros y Cristianos tras una prolongada ausencia. En aquel momento tuve la voluntad y el acierto de ofrecerla íntegra a todos mis paisanos desde este Valle de Elda tan nuestro, colaboración que fue posible gracias al interés y la buena disposición de la dirección y el personal del semanario. Gracias a ello, las ocho entregas de la novela, publicadas semana a semana al modo de los folletines decimonónicos, han alcanzado a varios miles de lectores, número que seis años después continúa creciendo.

Hoy vuelvo con el mismo ánimo para presentaros "La traca. Una novela muy eldera". Una nueva novela costumbrista y de intriga protagonizada por Salu Amat, ambientada esta vez durante el transcurso de nuestras entrañables Fiestas Mayores. Espero que a lo largo de las once entregas que completarán la serie volváis a divertiros, a sufrir, a reíros, a indignaros y, sobre todo, a emocionaros con las peripecias de Salu y sus amigos.

Buena lectura, asiduos del Valle.

"Cuartelillo" puede leerse en la web de Valle de Elda, en el blog del mismo nombre: https://www.valledeelda.com/blogs/cuartelillo.html

Más información sobre el autor y su obra en: https://www.rbscandelas.es

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