La traca. Una novela muy eldera (3)

Resumen de lo publicado
El día del Pregón amanece con unas pintadas acusadoras en la fachada del Ayuntamiento y el descubrimiento del robo de las joyas de la Virgen cuando las camareras se aprestan a vestirla. La coincidencia de ambos sucesos incomoda a Julio Maestre, alcalde de la ciudad, quien empieza a ver la sombra de un intento de boicotear las Fiestas Mayores. Algo que encaja mal con ciertos asuntos ocultos que se trae entre manos.
Por la tarde, Salu y sus amigos asisten al Pregón, que pronuncia Carlos Vera, el padre de Mamen. Pero una misteriosa yincana convocada en las redes sociales revienta el acto cuando provoca una lluvia de billetes de banco sobre la multitud congregada en la plaza de la Constitución.
* * *
Salve
Sábado, 7 de septiembre. 08:40 h.
Solo Julio Maestre y Ramiro Beltrán estaban en el despacho del primero a la media en punto. Los demás convocados a la reunión se rezagan. No se lo reprocha el alcalde, pues la noche ha sido larga para todos. Además, así tiene ocasión de hablar unos minutos a solas con su edil de Presidencia.
—Nada grave, todo desagradable —sintetiza este—. Contusiones, pisotones, algún que otro ataque de ansiedad... En el punto de urgencias de Padre Manjón atendieron a doce lesionados leves, y a una señora con fractura de costillas tuvieron que subirla al hospital.
—Joder.
—Es una suerte que se quedara en eso, visto el tumulto que se organizó.
—Sí.
—¿En qué piensas, Julio?
El alcalde no responde inmediatamente. Hace girar su alianza, como si quisiera desenroscar el dedo anular.
—En que ayer hubo tres incidentes, tres —dice al fin—. Los tres, inauditos; y los tres, el día uno de las Fiestas Patronales.
Asiente el concejal con la cabeza.
—Las pintadas, el robo en la iglesia... Y, desde luego, el numerito del globo parece hecho aposta para reventar el pregón y el comienzo de las Fiestas. Y por Dios que casi lo consiguen.
Reventar las Fiestas. Eso mismo pensaba Julio Maestre, pero... ¿quién?
—¿Pero quién?
Antes de que Beltrán pueda opinar, si es que tiene opinión, Eladio Bernabé, el concejal de Fiestas, entra en la estancia con un vaso de papel en la mano. Cafeína para combatir las secuelas de una noche desastrosa, que para él acabó en el PERI cerca de las tres de la mañana, con todo el programa —pregón, palmera, saludo a los Patronos, fuegos artificiales— retrasado casi dos horas.
—¿Se sabe algo nuevo? —pregunta.
—Que los billetes de banco eran nuevecitos, todos de diez euros —dice Emilio Esteve, el jefe de la Policía Local, que entra siguiéndole los talones—. Algunos ciudadanos, preocupados por el lío que se montó ayer, nos han traído muestras por si servían como prueba. Disculpad el retraso, pero he estado muy ocupado toda la noche.
Para los que opinan que una imagen vale más que mil palabras, Esteve, contra su inveterada costumbre, va sin afeitar.
—¿Y cuánto calculas...? —se interesa el concejal de Fiestas.
El jefe balancea la cabeza a un lado y a otro.
—Es difícil decirlo. Hemos visionado grabaciones de móvil de la explosión del globo; TikTok está lleno de ellas. En las de mejor calidad hemos logrado hacer una estimación burda: entre quinientos y seiscientos billetes.
—¿¡Seis mil eurazos!?
—Tampoco es pa’ tanto, ¿no? —eleva un hombro Beltrán.
—Supongo que no, si te limitas a coger unos pocos billetes; aun con eso, la gente se volvió loca.
—¿Y tenéis idea de cómo esclataron el globo en el momento preciso? —pregunta el alcalde.
—Hemos recuperado el colgajo. Difícil decirlo a simple vista, pero yo apostaría por un balín de escopeta.
—¿Una escopeta de aire comprimido, quieres decir?
—La detonación pasaría desapercibida entre el vocerío, y el globo era un blanco fácil desde las terrazas de las casas circundantes.
—Y disparado desde lejos, un único balín, en caso de caer sobre la multitud luego, difícilmente haría daño a nadie. Concuerdo con su teoría, jefe.
Lo dice desde el umbral de la puerta una mujer de complexión menuda, rasgos angulosos y pisar seguro. Con ella viene Joaquín Romero.
—Para quienes no la conozcáis todavía, os presento a la inspectora Ángeles Miró, de la Brigada Judicial —dice el concejal de Seguridad Ciudadana—. Se ocupa de las joyas de la Virgen, y le he pedido que venga a la reunión, a ver si tiene novedades y si, de paso, la Policía Nacional puede ayudarnos con este asunto de la yincana.
Julio Maestre estrecha la mano de la recién llegada, invitando a todos a sentarse a la mesa de reuniones.
—Gracias por venir, inspectora —agradece—. No sabemos quién está detrás de la yincana, y nos preocupa que se nos vaya de las manos, en efecto. Ayer fue el pregón, gracias a Dios sin consecuencias graves, pero hoy... ¿qué puede a ser? ¿Vamos a permitir que se saboteen más actos oficiales?
Miró afila la mirada, juntando las cejas.
—¿Por qué piensa que la yincana pueda afectar a otros actos? Lo de ayer pudo ser circunstancial.
—Puede, pero la población está excitada y no se habla de otra cosa en las redes sociales. Lo de anoche ya está en la prensa digital local y comarcal, y una nueva alteración del orden público, qué sé yo, en una procesión o en un concierto, nos llevaría a los telediarios. —Inspira hondo el alcalde antes de continuar. Espira despacio, como si ganara tiempo para pensar las palabras—. Y tengo motivos para creer que alguien pueda estar interesado en desprestigiar a la ciudad.
* * *
Sábado, 7 de septiembre. 10:15 h.
Cuelga el teléfono doña Remedios —lo de colgar es una forma de hablar, ahora que ya nadie la llama al fijo—, el rostro ufano.
—La recogida de joyas ha sido un éxito —anuncia a Almudena, a quien ha dejado con las manos en la masa sanguinolenta para atender la llamada—. Me dice Paquita que las feligresas han respondido con fervor, y que por supuesto que van a ponerle los pendientes de mi madre.
La nieta se rasca la nariz con la muñeca.
—Ay, abuela, es que son preciosos.
—Ya te digo. Tu bisabuela Rosa no cabrá en sí de gozo, allá en el cielo.
—¿Ella también era devota de la Virgen de la Salud? —se interesa, sin dejar de amasar.
—¡Huy, muchísimo! Fue ella la que se empeñó en meterme a camarera cuando tuve edad, y quien se empeñó en que tu madre se llamase Salud. Claro, que yo estuve de acuerdo, que si no...
—¿Pero a ti te apetecía? Lo de ser camarera, digo.
La abuela posa una mirada evocadora en la puerta de la nevera, llena de imantados recuerdos de viajes con su marido.
—Para mí era lo más —suspira—. En mi familia siempre fuimos muy de la Virgen, ya ves.
—¿Y en la del abuelo Paco?, ¿más del Cristo, entonces?
—Ca. Los Amat, de los Santos Patronos... —Encogiendo los hombros—. Pse. Lo normal. Esos siempre fueron más devotos de san Antón.
—Sí, ya me acuerdo de lo festero que era el abuelo.
—Como que, si llega a ser por él, tu madre se llamaría Antonia. Pero una servidora se plantó, faltaría más. Solo te digo que tenía una compañera en el cole, Antoñita López, se llamaba, que me caía fatal. ¿Te imaginas?
Hace reír la abuela a la nieta, que no encuentra la forma de enjugarse una lágrima con las manos pringosas.
—Venga, niña —apremia la primera—, menos cháchara y vamos al turrón.
—A los rellenos.
—Eso.
Reanudan la faena interrumpida por la llamada: mezclar bien el picadillo de carne con los huevos, el pan de hogaza humedecido y la sangre. La visión de esta última le daba al principio repelús a Almudena, hasta que ha metido las manos de lleno en el mejunje y se ha olvidado de todo.
—Voy a echar otro huevo, que eran pequeños —dice la abuela.
—¿No pesas los ingredientes?
—Bah. Yo siempre lo hago a ojo.
Una vez que la masa está a su gusto, doña Remedios arranca una pella y se dispone a darle forma.
—Así, del tamaño de una pelota de tenis, más o menos. ¿lo ves?
—Vale. —Almudena coge otra—. ¿Así?
—Muy bien. Y ahora, el limón.
La abuela moja la palma de una mano en el plato con limón exprimido y la pasa por toda la superficie de la pelota.
—Así se impregna del sabor, ¿ves? Hay quien les pone rayadura de corteza, o piñones, pero yo siempre los he hecho sin, como la abuela me enseñó.
Almudena deposita con sumo cuidado una bola ligeramente oblonga sobre la bandeja, como si temiese que pudiera romperse.
—¡Qué guay! —exclama—. ¡Mi primera fasiura!
—Y quién sabe si no serán mis últimas.
—No digas tonterías, abuela.
—Tú aprende bien, hija, que si por tu madre fuera...
—Será que la tradición se transmite solo de abuelas a hijas —dice Almudena con una carcajada.
* * *
Sábado, 7 de septiembre. 10:45 h.
—¿Ya habéis acabado?
Entra Salu en la cocina, vestida y compuesta como para salir. Si esperaba ver a su madre y a su hija con las manos en el relleno, se las encuentra sentadas tan tranquilas ante sendos cafés con leche y un número atrasado de Fiestas Mayores.
—A buenas horas llegas tú —le espeta doña Remedios, sin perder la sonrisa.
Salu arruga la nariz.
—Ya sabes que a mí, comerme los rellenos, bueno; pero hacerlos... ¿Eso de ahí son las famosas joyas? —pregunta, señalando una fotografía donde aparece un surtido de vistosas alhajas—. ¿Está el rosario de la Caballé?
Su madre apunta con el índice a uno de cuentas de nácar y crucifijo plateado.
—Es este. ¿A que es bonito?
—Precioso.
—¡Mira, mamá, qué perola! —exclama Almudena, levantándose para destapar el puchero. El aroma de las fasiuras, que hierven a fuego lento en el caldo preparado el día anterior, impregna la cocina entera.
—Mmm, qué buena pinta. —Salu se sienta junto a ellas—. Y tú, mamá, ¿qué tal anoche? Para cuando llegamos ya te habías acostado.
—Es que con la interrupción del pregón me quedé dormida ante la tele, y, como les costaba tanto reanudarlo, al final me metí en la cama. Lo siento por Carlos, el pobre. ¡Qué mal trago se debió llevar!
—Y que lo digas. Pero bueno, al final pudo completar su pregón, que estuvo bárbaro. ¿Verdad, Almu?
—Verdad. Y muy motivador para los jóvenes, que falta les hace.
—¿Vinisteis juntas?
—Sí. Cuando se armó el follón llamé a Almu para asegurarme de que no les había pillado en medio, y, como estaba con sus amigos por allí cerca, se nos juntaron.
—Mejor. ¡Ay, Señor!, yo no sé qué tiempos son estos. Primero lo de las joyas, y luego... Bonita forma de comenzar unas fiestas.
—Y tú, mamá, ¿te vas a la calle?
—Me ha llamado Juanma para decirme que su amigo Pastor, del Ayuntamiento, tiene que bajar al refugio antiaéreo, y que se ha brindado a enseñárnoslo de tapadillo, porque en teoría no se puede. ¿Quieres venir?
—¿Refugio antiaéreo? —Almudena tuerce la comisura de los labios—. Eso suena a túnel, ¿no? Quita, quita... ¡Qué claustrofobia, por favor!
—Bueno, pues eso. Nos vemos luego.
—Vale —asiente doña Remedios—. Pero no te despistes, que hoy te toca hacer la comida.
—¡¿A mí?!
Almudena se suelta la cola de caballo. Airea con gracia el largo manto de cabello. Se retrepa en su silla con sonrisa pícara.
—A ver, que nosotras ya hemos cumplido por hoy con la cocina, ¿verdad, abuela?
* * *
Sábado, 7 de septiembre. 11:20 h.
—Siempre pasa igual. Los chavales tiran petardos dentro de la marquesina de entrada, y con el humo salta la alarma antiincendios. Y como los municipales no disponen de la llave, ¿a quién llaman? ¡Al de siempre! Ayer me tocó venir a las tres de la mañana a apagarla, dita sea.
—Pero Ramón, si no baja nadie al refugio, ¿para qué quieres tener la alarma conectada?
—Pues eso es lo que yo digo, pero los de Prevención de Riesgos se empeñan. Ahora mismo voy a desconectarla, y santas pascuas.
Han vuelto a encontrarse en El Cafetín, cuartel general, por lo que Salu lleva visto, de numerosos empleados del Ayuntamiento. Ahora Ramón Pastor los conduce hacia la plaza del Sagrado Corazón, popularmente conocida como plaza de Arriba, y ella mira con prevención la moderna marquesina acristalada, preguntándose si Almudena tendrá razón al negarse a bajar a un angosto túnel a nueve metros de profundidad.
—Gracias por avisarnos, Ramón —agradece—. Pero... ¿estás seguro de que es prudente? Quiero decir... Ayer te parecía todo lo contrario.
El jefe de Servicios Públicos se hace visera con la palma de la mano para protegerse del fuerte sol que reverbera en la plaza.
—A ver, por descontado que el refugio es seguro —dice, encogiendo los hombros—. Reúne todas las medidas: detectores de humos, de gases, alarma, ventilación forzada, iluminación de emergencia... Lo que ocurre es que tenemos que ponernos firmes porque, si no, todo el mundo insistiría en que le hiciésemos una visita privada. Como aquí, el pesado de tu amigo Juanma —se burla, señalando con un gesto de barbilla hacia el susodicho—. Si os he dicho de venir es porque de todos modos quiero bajar a echar un vistazo, y he pensado que podéis aprovechar la visita. Por cierto —añade con extrañeza—, ¿Mamen no viene?
—Mamen tiene peluquería. —Juanma ríe malicioso—. No veas el rebote que se ha cogido cuando le he dicho que veníamos.
Al fondo, el castillo. Pero no el ruinoso parcheado de cemento, sino uno con sus torres y almenas, elegantemente sólido. A sus pies, una luminosa aldea medieval: casas humildes, una humilde iglesia y un humilde mercado, animado por mercaderes, aldeanos y unas gallinas ufanas de aparecer en primer término de la grandiosa escena, digna de una superproducción de la época del tecnicolor.
Ajena al bucólico Valle de Elda representado en la fachada lateral del ayuntamiento, una mujer sudorosa atraviesa la plaza, encorvada por el peso de una bolsa de la que asoma un manojo de puerros. Más allá, inmunes al calor, dos niños juegan a la pelota con el mural panorámico por frontón, ignorando las recriminaciones de tres ancianos de visera y cachava que, sentados en un banco, reanudan su charla tras haberla pausado para observar con desconfianza cómo dos hombres y una mujer se introducían en el famoso refugio del que todo el mundo habla y que nadie ha visto.
Ramón Pastor cierra tras él con llave la puerta de la recalentada marquesina, para evitar que ningún extraño se cuele mientas están abajo, y luego manipula el cuadro de mandos situado a la entrada. Ventilación conectada. Alarma conectada. Iluminación conectada.
Si Salu temía que la bajada al túnel pudiera producirle aprensión, se encuentra con una recia escalera de piedra y cemento, un sólido pasamanos de acero inoxidable y una excelente iluminación oculta, dirigida hacia los peldaños. Un poco estrecha para su gusto, por poner alguna pega. Pero del subsuelo emana un frescor que se agradece, y resulta curioso cómo el ladrillo desnudo que recubre paredes y bóveda retrotrae a otra época, una de circunstancias precarias y apremio. De economía de guerra.
Prudente, deja que Pastor y Juanma vayan delante. A mitad del descenso, la escalera hace un recodo a la izquierda, tras el cual se ve el fondo. Si Salu ya notaba el pulso acelerado, cuando llega abajo ha de hacer una inspiración profunda: desde aquí no se ve la tranquilizadora luz de la mañana.
—El túnel propiamente dicho tiene un total de ciento diez metros de longitud en forma de U —explica el técnico—, al que se añade un ramal de doce a mitad de camino. En su origen contaba con tres entradas. Al otro extremo de la U está la de la plaza del Ayuntamiento, que se ha convertido en salida de emergencia con una trampa hidráulica, como habréis visto desde fuera. Al final del ramal, luego lo veremos, había otra salida que desembocaba ante la puerta de la iglesia, pero esa se ha mantenido cegada, pues abrirla habría supuesto cortar la calle. Imaginaos el estropicio...
Pastor habla mientras camina despacio por el túnel, seguido de Juanma. Salu, algo retrasada por lo angosto del pasadizo, va adquiriendo seguridad conforme avanzan. No sabe por qué se imaginaba un agujero lóbrego lleno de aire viciado, churretones de humedad y charcos en el suelo, como las alcantarillas de las películas. En lugar de eso, la iluminación continua que proporciona la tira led da una sensación de uniformidad agradable; el aire es limpio, con un cierto olor a polvo de ladrillo; el piso de cemento en bruto está seco, y el frescor ambiente se agradece, tras haber sufrido el efecto invernadero de la marquesina acristalada.
Claro que, pensándolo bien, ¿desde cuándo no llueve en Elda? Como para encontrar charcos a nueve metros de profundidad.
—¿Vais bien? —se interesa Pastor —. Lo digo porque a algunas personas este sitio les provoca ansiedad.
—A mi hija no le gustaría, la verdad —comenta Salu.
—Pues a Mamen, no sé qué decirte —chasca la lengua Juanma—. Igual hasta es mejor que no haya venido.
Recorridos unos metros, el técnico señala cuatro tubos verticales de buen diámetro que asoman por el centro de la bóveda.
—Mirad: eso son los conductos de ventilación. Dan a un parterre que hay en la plaza. Y ahí al fondo, el túnel se desvía a la derecha. Hacia la izquierda queda el ramal que os decía.
Llegan a la encrucijada, donde Salu aprovecha para sacar unas fotos del pasadizo.
—Poneos ahí —dice a los dos amigos, enarbolando el móvil—, que se vea el túnel detrás. —Encuadra la imagen—. Así... —Dispara—. Vale.
—Lo único, Salu —observa Pastor—, te agradeceré que no publiques las fotos en tus redes sociales, no vaya a mosquearse alguien porque habéis bajado y tengamos lío.
—Tranquilo, Ramón —lo tranquiliza ella—. No soy muy de redes sociales, precisamente. Oye, el ramal se ve diferente, ¿no? —añade al asomarse.
—Eso es porque se ha mantenido el sistema de iluminación original, con bombillas suspendidas del techo. De este modo, se lleva uno una impresión más auténtica de cómo era el refugio en los años treinta.
—Y que lo digas —admite Juanma—. Aunque, la verdad, no acabo de verle a este sitio utilidad como refugio. Un túnel tan estrecho... No parece que pudiera meterse aquí mucha gente en caso de bombardeo.
—Piensa que la ciudad tenía menos habitantes, y que se construyeron más túneles. Había uno en la plaza de Santiago, que discurría bajo el altico de San Miguel; otro, delante del teatro Castelar, entre las calles Cervantes y Lope de Vega; otro... ¿Qué es eso?
—¿El qué?
Pastor, que ha ido avanzando por el ramal conforme hablaba, se ha detenido donde este hace un ligero quiebro a la derecha, poco antes del arranque de la escalera cegada. Junto al primer escalón, una plancha de hierro de medio por medio metro descansa en vertical sobre el suelo, apoyada contra el muro izquierdo.
—¿Qué coño hace esto aquí? —dice, agachándose para examinarla—. ¿De dónde ha salido?
—Se la habrá dejado algún obrero —aventura Juanma.
—Quia. La última vez que bajé no estaba. Y desde entonces, no ha habido ninguna...
No llega a aclarar qué no ha habido, porque, en ese preciso instante, un pitido estridente lo interrumpe.
—¿Qué es eso? —Juanma abre mucho los ojos.
—¡Mierda! —bufa Pastor—. Otra vez esos mocosos con sus malditos petardos.
Salu, que sacaba fotos desde el recodo, es la primera en notarlo.
—Huele a humo —dice.
—No puede ser. —El técnico niega con la cabeza—. ¿Cómo vamos a oler los petardos desde tan lejos?
—Pues huele. Y bastante.
Para cuando Pastor se incorpora, ya Juanma ha rebasado a Salu en pos de la encrucijada, donde una ligera neblina gris a ras del suelo parece emanar del túnel principal.
—¡Joder! —exclama—. ¡Eso no es un petardo, Ramón!
Una cincuentena de metros más allá, en efecto, una amenazante humareda invade el túnel por el que han venido, expandiéndose a simple vista hacia ellos.
—No lo entiendo —dice Pastor—. No hay ningún material inflamable en el túnel, ni nada que...
—¿Qué hacemos? —se apura Salu—. ¡No podemos volver por ahí!
—Tranquilos. Vamos a...
Una repentina oscuridad interrumpe al técnico. Salu profiere un involuntario grito de espanto. Un instante después, el que tardan las luminarias de emergencia en activarse, aparece aferrada al brazo de Juanma.
—Tranquilos —insiste el jefe de Servicios Públicos, agitando la mano ante el rostro para disipar el humo, cada vez más abundante—. Vayamos hacia la salida de emergencia.
Echan a andar bajo la luz mortecina de las luminarias, envueltos en la nube gris que les sigue los talones. De repente, el túnel ha dejado de parecerle a Salu un lugar evocador para asemejar más una trampa mortal. Solo espera, piensa, tapándose la nariz y la boca con la manga de la blusa, que los que instalaron la trampa hidráulica hayan hecho un buen trabajo.
Llegan a la escalera de la plaza de la Constitución acosados por el humo y el estridente sonido de la alarma. Tosen abundantemente los tres; en especial Salu, que no ha fumado un cigarrillo en su vida. También Pastor, y eso la preocupa más: que no se intoxique, ruega en su fuero interno; más aún: que no se desvanezca. A ver quién es el guapo, entonces, que los saca de este agujero.
Pero Pastor, a pesar de las convulsiones que le provoca el humo, parece seguro de sí mismo. O lo parecía, hasta que acciona el pulsador de la trampa y no sucede nada.
—¿Qué ocurre?
—¿Qué pasa?
—¿Qué coño...? No lo sé, debería funcionar. —Aprieta otra vez, y otra, sin resultado—. Está probada y requetecompro...
Un golpe de tos lo interrumpe, contagiando a sus acompañantes. A cada espasmo, Salu piensa que no va a ser capaz de respirar de nuevo.
—¡Joder, Ramón! —se enerva Juanma cuando recupera el aliento—. Cómo va a funcionar, si no hay corriente eléctrica. ¡Esto es una cagada!
—¡No! El sistema dispone de un sistema de alimentación de emergencia para estos casos, precisamente.
—¿Entonces?
—Un momento, a ver si...
—Date prisa, Ramó.n —gime Salu—. Me estoy ahogando.
Continuará

Nací en Elda en 1960, y, aunque resido en San Sebastián, nunca he dejado de regresar a mi familia, a mis fiestas, a mi pueblo, a mis raíces. Hace dos décadas que me dedico a escribir novelas, la mayor parte de las cuales he publicado de forma independiente. En 2019 fue el turno de "Cuartelillo. Una novela muy festera", inspirada en mi reencuentro con las Fiestas de Moros y Cristianos tras una prolongada ausencia. En aquel momento tuve la voluntad y el acierto de ofrecerla íntegra a todos mis paisanos desde este Valle de Elda tan nuestro, colaboración que fue posible gracias al interés y la buena disposición de la dirección y el personal del semanario. Gracias a ello, las ocho entregas de la novela, publicadas semana a semana al modo de los folletines decimonónicos, han alcanzado a varios miles de lectores, número que seis años después continúa creciendo.
Hoy vuelvo con el mismo ánimo para presentaros "La traca. Una novela muy eldera". Una nueva novela costumbrista y de intriga protagonizada por Salu Amat, ambientada esta vez durante el transcurso de nuestras entrañables Fiestas Mayores. Espero que a lo largo de las once entregas que completarán la serie volváis a divertiros, a sufrir, a reíros, a indignaros y, sobre todo, a emocionaros con las peripecias de Salu y sus amigos.
Buena lectura, asiduos del Valle.
"Cuartelillo" puede leerse en la web de Valle de Elda, en el blog del mismo nombre: https://www.valledeelda.com/blogs/cuartelillo.html
Más información sobre el autor y su obra en: https://www.rbscandelas.es