La traca. Una novela muy eldera (6)

Resumen de lo publicado
Tras la insólita aparición de unas pintadas acusadoras en la fachada del Ayuntamiento y el no menos insólito robo de las joyas de la Virgen, sendos tumultos tienen lugar durante el Pregón y durante la Salve del día 7, provocados por una misteriosa yincana convocada en las redes sociales y ante la impotencia de las autoridades políticas y policiales.
El día de la Virgen, Las familias Amat y Vera disfrutan de los suculentos rellenos de doña Remedios. Tras la comida, Salu, aún tocada por el humo inhalado durante una accidentada visita al refugio antiaéreo, investiga por su cuenta los hechos acaecidos, los cuales cree conectados de algún modo. Más tarde, en la Iglesia, Salu aprovecha que todo el mundo está pendiente de la Salve para introducirse en el Trono de la Virgen. Y por la noche, cuando Almudena va a casa para tranquilizar a su abuela, alarmada porque Salu todavía no ha aparecido, se cruza con una multitud de jóvenes que se dirige al concierto de la plaza Castelar en pos de la yincana.
* * *
Traca
Lunes, 9 de septiembre. 00:40 h.
Reina el desconcierto en la casa de El Progreso, donde acaban de personarse Mamen y Juanma. Antes había llegado Rafa, con la tranquilizadora noticia de que ni en el hospital ni en Urgencias de Padre Manjón, adonde ha llamado por si acaso, les constaba ninguna Salud Amat. Junto con Almudena, todos ellos acompañan a doña Remedios, quien cada diez minutos escucha un antipático mensaje de «apagado o fuera de cobertura» cuando marca el número de su hija.
Si la buena mujer mantenía la esperanza de que Salu hubiera regresado a casa y se hubiera metido directamente en la cama, con el móvil apagado en favor de su garganta, lo cierto es que al llegar ha encontrado casa y cama vacías. Y entonces ha comenzado una retahíla de llamadas: a la propia Salu —«apagado o fuera de cobertura»—; a Mamen, por si sabía algo a través de las amigas; a Chelo, Fini y Marijose, las más íntimas, todas ellas en la inopia; a Rafa, a quien ha conseguido poner nervioso; a Almudena, hasta que esta se ha dignado devolverle la llamada.
Aunque nadie se atreve a mentarlo, en el aire flota el recuerdo de aquella otra vez, cinco años atrás, en que una inopinada desaparición de Salu fue preludio de un secuestro en toda regla; y la misma sensación parece anidar en el ánimo de los allegados, pues los teléfonos comienzan a no dar tregua conforme se extiende la noticia.
—... Sí, sí... Descuida, Chelo, yo te aviso si hay cualquier novedad, y tú hablas con las demás... Sí, te lo agradezco, sí...
—... No, si ya sé que no será nada. Se le habrá ido el santo al cielo, y... ¿Que por qué estoy tan preocupada, entonces? Pues porque soy tonta, Carmen, qué quieres que te diga...
—... Sí, por la tarde estaba mejor, Ramón. Gracias por interesarte. Ha dicho que iba a escribirte para que te tranquilizaras, pero... ¿Ah, sí?...
—... No, Jorge, qué va a haberle pasado nada. Se habrá encontrado con algún viejo conocido, como cada vez que viene a Elda. ¿Y qué dices que ha pasado en la plaza Castelar?... ¡¿En serio?!
Ponerse Almudena en pie de un brinco y quedar en el aire las demás conversaciones es todo uno.
—¿Qué pasa?
—¿Qué pasa?
—¿Qué pasa, niña, por Dios?
Ella los mira sin pestañear. El luminoso verde aparece oscurecido.
—Pasa que, según Jorge —dice—, se ha montado una buena en la plaza Castelar durante el concierto. Como la de ayer en la iglesia, pero más a lo bestia: ha reventado un globo burbuja con un montón de billetes dentro, y la gente se ha puesto como loca.
—Joer.
—Jopé.
—Vaya tela.
—Pues yo hablaba con Ramón Pastor —interviene Juanma—, el técnico del Ayuntamiento que nos enseñó el refugio. Dice que Salu lo ha citado en la iglesia esta tarde para enseñarle una cosa, pero que él no ha podido acudir porque su madre se ha indispuesto.
—¿Enseñarle algo? —arruga el ceño doña Remedios.
—Ramón no tiene ni idea de qué podría ser.
Mamen abre mucho los ojos.
—En la iglesia, dices.
—Sí.
—Justo donde ha desaparecido.
—Eso es.
—¿Qué hacemos, entonces? —pregunta Rafa.
—Para mí está claro lo que hay que hacer —afirma Juanma.
—¿Que es...?
—Voy a llamar a una vieja conocida, la inspectora Ángeles Miró. Creo que conservo su número de la otra vez.
* * *
Lunes, 9 de septiembre. 01:20 h.
La oscuridad duele.
Lo constata Salu cuando, al abrir los ojos a una inquietante negrura, el mero hecho de mover los párpados le provoca una desagradable punzada. Nada, sin embargo, comparado con el dolor que le produce pasarse la mano por un abultamiento situado tras la oreja derecha. Y para completar el cuadro, su cabeza se diría una olla exprés con la válvula a punto de saltar.
De una cosa está segura, al menos: tanto dolor solo puede significar que está despierta.
Y otra certeza: se halla sentada en un suelo frío, con la espalda apoyada en una pared fría y la única protección de su vestido desmangado. Como no es la primera vez que se ve en una de estas —la veteranía es un grado, dicen—, comienza por hacer una prueba: extiende con cuidado la pierna derecha. Funciona. La izquierda, también. Inspira hondo: las costillas no se quejan. Los hombros rotan hacia adelante y hacia atrás. El cuello gira a un lado y otro, aunque balancear la olla a presión no se revela buena idea: un ramalazo de dolor le sube desde el hombro hasta la punta de la oreja.
Despierta, pues, y nada roto. Un gran comienzo. Ahora, ¿qué? Si se acostumbra a la oscuridad, quizá llegue a discernir algo. Intenta concentrarse, pero nada. La negrura es impenetrable. Lo siguiente sabe que va a dolerle, pero no hay otra. Traga saliva.
—¡Hola! —exclama—. ¿Hay alguien ahí?
Nada, aparte de una devastadora onda de presión en el cráneo. Se aprieta las sienes palpitantes con las palmas de las manos. El hecho de estar sola la sume en un angustiado alivio.
Alivio, porque quien quiera que la haya golpeado y abandonado no puede tener buenas intenciones, en cuyo caso, estar sola puede darle una oportunidad de recomponerse, recapacitar y, quien sabe, intentar alguna cosa.
Angustiado, porque lo de «golpeada y abandonada» pinta fatal. ¿Dónde está y cómo va a salir de ahí?
Y un detalle desconcertante. Traga la poca saliva que puede reunir. Carraspea. Se prepara mentalmente para la onda de choque.
—¡Hola! ¡¡¡Hola!!!
Aprieta los dientes hasta que remite la presión. Pero sí, es curioso: los «holas» han salido diáfanos, y su garganta, aunque reseca —lo que daría por un vaso de agua—, no se ha quejado con un golpe de tos. Otra buena noticia.
Bueno, a lo que iba: el cómo salir ya se verá, una vez determinado el dónde. Pero de este tiene una vaga idea. Al menos, no ha perdido la memoria con el golpe.
Pueblo venturoso, bendice a María,
que es tu eterno gozo, salud y alegría...
El Villancico dedicado a la Virgen comenzó a sonar. De niña era el que más le gustaba, lo que su padre aprovechaba para pincharla diciendo que Sol de Justicia, el del Cristo, era mejor. Salu meneó la cabeza. El trono continuaba su imperceptible descenso, pero ella estimó, por la geometría de la estructura portante, que no corría riesgo de quedar atrapada. Un vistazo rápido para quedarse tranquila y fuera. El foso hidráulico era estrecho, con manchas de grasa en las paredes. Toda una amenaza para su vestido de estreno. Se maldijo por no haberlo previsto: unos vaqueros, una blusa sufrida y a correr. Pero entonces sería peor: habría tenido que escuchar a su madre. Un día como hoy, hija, qué valor tienes, es lo menos que doña Remedios habría dicho. Además, ya no había solución; tendría que moverse con cuidado.
Se asomó, prudente, y entonces vio con detalle lo que la tarde anterior solo había podido vislumbrar antes de que Almudena la interrumpiese: una chapa metálica de un centímetro de espesor, similar a esa otra que llamase la atención de Ramón Pastor en el refugio antiaéreo.
¿Una coincidencia? Curioso.
Bajó al foso con precaución, logrando que el vestido continuase indemne. La chapa estaba colocada de canto sobre el suelo, apoyada sobre la pared más próxima al altar. Se recolocó el bolso en bandolera sobre la espalda y, agachándose, tiró del borde superior de la chapa, tratando de abrir una rendija entre esta y la pared. La tentativa tuvo éxito, pero, en cuanto la chapa basculó hacia ella, a Salu le resultó imposible sujetar su excesivo peso desde tan incómoda postura.
¡Blam!
Gracias a Dios —a la Virgen, habría que decir—, pudo apartarse a tiempo de evitar que le chafase los pies, lo cual hubiera sido un drama por los pies y por sus monísimas sandalias de manufactura local. Por un instante pensó que el golpe sordo de la chapa contra el suelo se habría sentido en toda la iglesia, pero unos segundos de tensa escucha —Pueblo venturoso, etcétera, etcétera— la convencieron de que la música y el propio trono debían de haber amortiguado el ruido. Por algún motivo, no la sorprendió descubrir que en la pared había quedado al descubierto un hueco. Uno cuadrado de bordes rectos, con pinta de haber sido cortado en el tabique con una radial de albañil, y con el tamaño justo como para que una persona menuda —no sería el caso de Ramón Pastor, si hubiese venido— pudiera introducirse en él.
... Por manos angélicas de faz peregrina,
hoy tiene tu pueblo la perla más fina...
Salu sacó el móvil del bolso, encendió la linterna y metió la cabeza por el hueco. Había una cavidad vertical estrecha, de por lo menos tres metros de profundidad, cuyo fondo, en la distancia y a la débil luz del teléfono, parecía cubierto de cascotes; el ripio caído al cortar, supuso. Una escalerilla de aluminio se apoyaba en el borde inferior de la abertura.
Pueblo venturoso, bendice a María,
que es tu eterno gozo, salud y alegría...
El Villancico llegaba a su fin. El trono hizo tope en su descenso. En cualquier momento, alguien aparecería para dar fin a la maniobra. Era el momento de pasar a la segunda fase del plan: buscar a un policía, enseñarle el hallazgo y dejar que las autoridades se ocupasen de lo que quiera que hubiese descubierto.
... Salud y alegría.
Un buen plan, que hubiera seguido religiosamente de no ser porque, antes de retirar cabeza y teléfono, el último haz de luz arrancó un destello sinuoso del fondo del pozo; un destello nacarado, hecho de diminutos brillos discontinuos y rematado en un reflejo del tamaño de una nuez, pero con forma de cruz.
Salu se acaricia la garganta con la mano, sintiendo el frío tacto de las cuentas. Cuando lo recogió al pie de la escalera de mano, enseguida lo tuvo claro: el rosario de plata y nácar se parecía demasiado al del artículo de la revista Fiestas Mayores. Lo apretó con fuerza en el puño, y una fugaz sonrisa afloró en su rostro cuando se lo colgó al cuello, a modo de collar. Acababa de dar con la respuesta a uno de los enigmas que intrigaban a la ciudad: los ladrones de las joyas no habían necesitado forzar ninguna puerta. Apagó la linterna y guardó el móvil en el bolso para asir con ambas manos la escalerilla. Para trepar le bastaba con la poca luz que se filtraba por el hueco, pero, antes de que pudiera tomar impulso en el primer peldaño, la lejana claridad se convirtió en una explosión de luz dentro de su cabeza.
Explosión que guarda, sin duda, relación directa con el chichón que la martiriza. Salu relaja los párpados tras haberse obligado a tenerlos muy abiertos un rato. Debe de ser que lo de acostumbrar los ojos no funciona si la oscuridad es absoluta. Más cosas de que preocuparse: el culo se le está quedando frío, y el suelo rugoso y polvoriento habrá arruinado el vestido de estreno. A la mierda. Vaya gilipollez, se dice con fastidio, preocuparse por el vestido a estas alturas. Si, como sospecha, se encuentra en alguna especie de cavidad ignota bajo la iglesia, es improbable que la encuentren. Ha de hacer algo. Gritar, aunque se ahogue en un ataque de tos. O buscar una salida, aunque sea a tientas.
A ver si, al menos, consigue ponerse en pie.
Aprieta los dientes. Lo logra sin excesiva dificultad, pero el dolor de cabeza se intensifica un punto. Espera un minuto a que dejen de palpitarle las sienes, y luego estira con alivio los músculos entumecidos, el cuello, la espalda. Y ahora, ¿qué? En estos casos es bien sabido que uno debe desplazarse sin perder contacto con la pared. Así, si hay alguna puerta o abertura, dará con ella; y si hay un pozo en el centro, en plan relato de Allan Poe, lo evitará.
Un pozo. Vaya idea. Un escalofrío le recorre la espalda. Has de conservar la sangre fría, Salu, se dice. Evita sugestionarte. Piensa en positivo. Piensa en...
El primer paso hacia su derecha resulta un golpe de suerte. La punta de su sandalia golpea un bulto blando que, tras un momento de pánico, Salu reconoce como algo familiar: su propio bolso.
El segundo golpe de suerte es que su móvil permanece en el bolsillito interno donde lo guardase. No espera que en el zulo haya cobertura, pero al menos la linterna funciona.
Lo primero que el subconsciente comprueba es que no hay pozo alguno a la vista. Por lo visto, se halla en una estancia de pared circular y techo abovedado, todo ello en piedra desnuda. Debe de ser grande, pues el cono de luz se desvanece sin alcanzar el otro extremo. En la negrura del fondo apenas se disciernen algunas sombras, oscuro sobre oscuridad. En el derredor más próximo, un barrido de linterna le va descubriendo una silla plegable, una mesa plegable con vasos de papel y un fanal tipo Camping gas, otra silla plegable, varias garrafas de agua vacías, unas pocas llenas, un par de colchones hinchables deshinchados y enrollados contra la pared, unos sacos de dormir arrugados. Se diría el inventario de una plácida acampada, de no ser por lo siniestro del lugar.
Pero la mayor sorpresa viene al encontrar, junto a un inodoro químico portátil, varios espráis de pintura roja usados y una carabina de aire comprimido recostada contra la pared.
Bingo.
Resuelto, piensa Salu, el segundo enigma de la actualidad eldense. Así que de eso se trata: por inverosímil que parezca, las pintadas en el ayuntamiento, el robo de las joyas y la yincana están relacionados entre sí, y sus autores actúan desde una especie de cripta situada bajo la iglesia. Una cripta de la que no existen registros, y que, presumiblemente, quedó oculta al construir el nuevo templo en el solar que ocupaba el antiguo, derribado durante la Guerra Civil. Salu vacía con lentitud los pulmones. Eso cuadra, o no se contradice, al menos, con el hallazgo que ha hecho en Internet por la tarde, después de citarse con Ramón Pastor: los planos originales de la iglesia proyectada a comienzos de los años 40, que fueran exhibidos en 2020 en la sala de exposiciones de La Tertulia. En ellos se aprecia cómo los gruesos muros y pilares se hallan asentados sobre sólidas zapatas continuas, para las que, sin duda, hubo que excavar en su día profundas zanjas. Pero los cimientos no invaden la zona central, situada bajo la cúpula y la nave principal, con lo que una antigua cripta cegada, ubicada en dicha zona, podría haber pasado inadvertida durante la construcción del nuevo templo.
A Salu se le ocurren unas cuantas preguntas interesantes: ¿cómo han dado con la cripta los que en ella acampan? ¿Quiénes son? ¿Cómo la han traído hasta ahí, inconsciente como estaba? Ya podían, los muy cabrones, haberle inflado uno de los colchones, al menos. Y otra, no menos importante: ¿qué tipo de locos robarían unas joyas y luego repartirían billetes a espuertas? Para esta última cuestión no tiene respuesta, pero para la primera tiene algo en mente. Para confirmarlo debería encontrar...
Una puerta.
Acerca el haz luminoso.
Un portillo, más bien, del tamaño de una neverita de minibar, mal disimulado tras una pila de cajas vacías de cartón. Le sorprende, si es por ahí por donde la han introducido, no tener piernas y brazos llenos de rasponazos. Aparta las cajas con el pie. La hoja metálica, candada, podría muy bien dar a la cavidad por donde ha bajado del foso hidráulico. Se agacha para pegar la oreja a la chapa. Silencio. Echa un vistazo a su reloj de pulsera, asombrada de que no se le haya ocurrido antes: el cuarto para las dos, que diría la abuela Ana. Si la iglesia está al otro lado, ahora mismo se halla vacía y cerrada a cal y canto. Inútil gritar pidiendo auxilio, suponiendo que su garganta se lo permitiera.
Ha de buscar otra salida. Está segura de que haberla, hayla. Sus captores no pueden haber metido todo ese material por el estrecho hueco abierto en el foso, sin contar con que para ello deberían forzar la entrada a la iglesia cada vez que quisieran salir o entrar.
Una vibración del móvil le da un susto de muerte. Un aviso del sistema: «Batería, 15%». La linterna no va a durar mucho, pero no le hará falta si logra encender el Camping gas.
No llega a hacerlo.
Un sonido metálico la deja clavada en el sitio. Proviene del lado oscuro de la cripta. Un roce, luego un crujido, luego un chirrido. Alguien ha abierto una puerta. Una luz se mueve al fondo. Se oyen pasos, una respiración pesada. Dos respiraciones. Eso puede ser bueno o malo. Por puro instinto, Salu apaga la linterna del móvil. Da igual. Una luz potente dirigida a ella la deslumbra.
—Vaya, la entrometida se ha despertado —dice una voz aguardentosa con inconfundible deje gallego—. Ya te dije que debíamos atarla. Así no estaría husmeando en nuestras cosas.
—Bah. Para lo que nos queda... —Esta es más limpia, sin acento. Femenina—. Hola, querida —dice en tono amistoso—. Espero que no hayas pasado miedo. O no mucho, al menos.
La voz aguardentosa le ríe la gracia. Salu escucha el chasquido de un misto. Hay un silbido como de gas, y luego la estancia comienza a aclararse. El gallego, o lo que sea, apaga su linterna, y Salu puede bajar la mano con que se apantalla los ojos. Lo cual sirve para que el corazón se le caiga a los pies: la mujer la apunta con una pistola automática, negra y reluciente a la luz del fanal.
Los desconocidos llevan pasamontañas, guantes finos y mallas ajustadas. Como salidos de una película de ladrones de guante blanco, negro en este caso. Ella le saca media cabeza a Salu. Su pasamontañas deja ver unos ojos verdes nada comunes, de largas pestañas, sin maquillar; y la malla revela unas curvas que ya las quisieran para sí las protagonistas de Ocean’s Eight. Él, en cambio, es enjuto, nervudo y bajito. Alguien a quien imaginarse perfectamente escurriéndose por el agujero del foso hidráulico.
La primera pregunta que se le ocurre a Salu es una obviedad.
—¿Quiénes son ustedes?
La mujer encoge los hombros.
—Bah, no te interesa saberlo. Ni te conviene.
—Claro. Ya sabes eso que dicen en el cine —añade el hombre—: Si te lo dijéramos, tendríamos que matarte —y prorrumpe en una cascada carcajada.
Salu traga saliva. No acaba de verle la gracia, teniendo en cuenta el arma que hay de por medio.
—¿Algo más? —pregunta la otra—. Tenemos mucho trabajo por delante, y charlar contigo no estaba en el programa.
A Salu, su experiencia con ladrones y secuestradores le dice que es la mujer quien lleva la voz cantante.
—Sí —replica sin achantarse—. Es obvio que ustedes se han introducido en la iglesia para robar las joyas de la Virgen, pero no creo que valgan todo este montaje ni el riesgo que corren. Entonces, ¿por qué? ¿Y por qué la yincana, los globos, los billetes, los tumultos? —Hace una seña hacia la carabina apoyada en la pared—. No me negaran que eso también es obra suya.
El hombre deja ver por la abertura del pasamontañas una sonrisa de dientes amarillentos y labios como dos lombrices.
—Para tumulto, tendrías que haber visto el que acabamos de organizar en la plaza Castelar —se limita a decir, todo ufano.
La otra hace el gesto de espantar una mosca imaginaria.
—No le des más vueltas, querida —zanja—. Dentro de unas horas habremos conseguido nuestro objetivo: este pueblo se habrá ido a la mierda, y lo demás ya no tendrá importancia. De momento, vuelve a sentarte. —El cañón de la pistola oscila hacia donde Salu ha recobrado el conocimiento—. Esta vez vamos a atarte para asegurarnos de que no haces ninguna tontería mientras trabajamos. No te preocupes, luego te soltaremos; no tenemos intención de hacerte daño.
—Ya me lo han hecho —protesta Salu, llevándose una mano tras la oreja.
—Ah, eso... —La mujer suspira—. Lo siento, querida. No podíamos permitir que dieses la alarma antes de tiempo.
Maldita sea su estampa, se reconcome Salu. Otra vez en la misma situación que hace cinco años. Se deja hacer de mala gana. Qué conste que le partiría la cara al fulano cuando este se le acerca para atarle las muñecas, y luego saldría corriendo hacia la puerta del fondo, que permanece entreabierta. Pero la mujer blande un buen argumento disuasorio. Aun así... No van a hacerle daño, dicen. Es de agradecer que sus secuestradores siempre aparenten buenas intenciones, aunque la vez anterior uno de ellos se llevó un botellazo en la cabeza precisamente por eso, por limitarse a aparentarlo.
—Vamos, ya nos hemos entretenido bastante —apremia la mujer cuando su compañero acaba—. Hemos de recoger todo esto antes de que claree.
—Sí, jefa.
«Jefa». Lo que Salu pensaba.
La pareja carga sus enseres en una especie de carrito, con el que hacen viajes más allá de la puerta. La mesa y las sillas plegadas, los colchones desinflados, los sacos plegados, el inodoro químico. En poco tiempo, allí no queda un clínex usado. El único indicio de la acampada es la sibilante figura del camping gas apoyado en el suelo.
Aunque su luz no acaba de llegar a lo más alejado de la cripta, en el derredor cercano permite a Salu estudiar la bóveda con detenimiento. Las dovelas de piedra se ven en perfecto estado de conservación, sin indicios de humedad o calcificación; las juntas aparecen limpias, como si un maestro albañil las hubiera repasado ayer; y el aire se respira relativamente neutro, exento de la rancidez y la humedad que una esperaría encontrar bajo tierra. Pelín fresco de más para su veraniego vestido, por ponerle un pero.
Más allá de la zona de acampada, las inquietantes sombras de antes se revelan ahora como mobiliario antiguo. Sillas y reclinatorios apilados, bancadas de iglesia, un armario que podría ser un confesionario, otro similar, un par de arcones. En los recovecos y sobre algunos muebles se diseminan numerosos objetos que devuelven brillos plateados y cobrizos. Vaya decepción, piensa Salu. Una cripta-desván llena de muebles vetustos y trastos inservibles. Chatarra para el ecoparque y leña para la hoguera de san Antón. Un chasco de cripta para Indiana Jones, si fuera él quien la hubiese descubierto.
El gallego le guiña un ojo al pasar por delante para abrir el portillo. Desaparece por él, agachándose, y al poco regresa trayendo consigo la escalerilla, ahora plegada. Canda de nuevo la portezuela, y al fin, con la escalera incorporada al carrito, la pareja se dispone a hacer el que parece su último viaje.
—Te dejamos el farol —dice ella, magnánima, mientras él se inclina ante Salu para desatarla—. Vamos a preparar la traca final de vuestras Fiestas Mayores, y después volveremos para liberarte.
—Sí, y luego desapareceremos para siempre de este pueblo de mierda —le espeta él, para luego elevar una teatral mirada al techo—. ¡Rediós, mira que no haber un solo sitio donde te pongan un pulpo decente!
Salu los ve desaparecer por la puerta, empujando el carrito. Un chirrido. Un crujido. Un roce. Hasta los trozos de brida cortada se llevan consigo. Está claro que no quieren dejar nada que pueda delatarlos a posteriori.
Lo primero que hace, cuando el ruido de los pasos se apaga al otro lado de la puerta, es correr hacia ella. Es metálica, de marco metálico, sin cerradura. Se supone que candada por fuera. Salu tira, empuja, patea. Nada. Busca algo que le sirva para forzarla. Un grueso candelero de latón, trabado en la manilla a modo de palanca, se dobla a la primera.
Mierda.
Nada más a la vista con que atacar la puerta. Toca resignarse y esperar. Conforme se va calmando, por primera vez Salu nota la piel de gallina. Su liviano vestido va bien en una calurosa iglesia, no en una lóbrega cripta. No tiene ni idea de cuánto pueden tardar en volver para liberarla, si es que lo hacen. Consulta su reloj: las cuatro, casi. De todos modos, es de suponer que alguien estará buscándola. Su madre, su hija, Rafa..., habrán dado la voz de alarma. No es la primera vez que lo hacen, y si Almu comenta que la tarde anterior la sorprendió fisgando bajo el trono, quizá alguien tenga la brillante idea de investigarlo.
Almudena. Su gran logro personal. Su orgullo, su legado, su único interés en la vida cuando Félix las dejó tiradas. Las circunstancias nunca quedaron claras: una imprudencia, un despiste, una cabezada al volante... El resultado, sí: madre e hija tuvieron que refugiarse la una en la otra. Pero salieron adelante, vaya si lo hicieron, aunque el exigente trabajo de la primera, siempre presionada por los objetivos, por los resultados, por tener que salir adelante luchando contra los estereotipos, los prejuicios y el techo de cristal, no le permitía prestar a la segunda toda la atención que requería. Pero Almudena, brillante en la universidad, sensata en sus relaciones sociales, disciplinada en casa, puso de su parte todo cuanto fue necesario para que la relación madre-hija resultase, pese a los altibajos anímicos de ambas, satisfactoriamente feliz.
Un escalofrío la hace abrazarse a sí misma. Brrr. Si se adormila de nuevo, va a quedarse helada. Lo mejor que puede hacer es distraerse. Olvidarse del frío, de la soledad, de su mala suerte. Para obligarse, examina con detenimiento, fanal en mano, los enseres desperdigados: un facistol de cuatro caras que no gira; un espejo de pie cubierto de telarañas vetustas; un atril de columna para las lecturas; más facistoles, más atriles, y una heterogénea colección de sacras, candeleros, ciriales, tallas de madera y angelotes de porcelana. Sus dedos dejan un surco en todo lo que toca. Lo dicho; chatarra polvorienta y muebles corcados.
A pesar del poco interés de cuanto ve, continúa haciendo inventario para no quedarse quieta, más que nada. Un estandarte bordado con el paño raído. Un Jesús resquebrajado en la cruz. Un lavabo litúrgico de hojalata con la jarra abollada. Un... Salu arruga el ceño ante un armarito de madera de buena apariencia, elevado sobre robustas patas torneadas. A juzgar por la capa de polvo que lo recubre sin solución de continuidad, los malhechores no se han molestado en echarle un vistazo siquiera. Pues no será ella quien se quede con las ganas, aprovechando el llavín inserto en la cerradura. Las puertas protestan con rechinar de bisagras. El interior está dividido en dos por una balda, sobre la que reposa una arqueta de buen tamaño y madera pulimentada; debajo, un... Salu arquea las cejas. Acerca el farol de gas. ¿Un sagrario de plata repujada? Frota el metal con el pulgar ensalivado, para asegurarse. Por fin —vaya un despiste de los ladrones—, algo valioso. La puertecilla gira con suavidad. En su interior, forrado con pan de oro, el sagrario alberga un copón dorado con cuatro piedras rojas formando una cruz en la tapa labrada. ¿Dorado?... Salu coge el copón, lo sopesa. Ella no es ninguna experta, pero juraría que es de oro macizo.
Sus labios se distienden finamente.
¿Qué opinas ahora, Indiana Jones?
Espoleada por el descubrimiento, Salu echa mano a la arqueta, que se revela pesada. Se juega una hernia discal para extraerla y colocarla sobre el armario. Ya de por sí, la tapa es una obra de arte: finísima marquetería de maderas nobles, marfil y nácar dibuja intrincadas formas geométricas alrededor del motivo principal, un cáliz sobre el que levita una hostia consagrada con las siglas JHS, que irradia una miríada de rayos nacarados.
Coge aire un par de veces, antes de levantar la tapa. El corazón le golpea las costillas. Tiene una intuición. Tiene...
Levanta.
El interior, compartimentado mediante delgados tabiques de contrachapado, está forrado en terciopelo rojo. Cada hueco lo ocupan una o varias piezas que Salu reconoce como la completa panoplia de objetos litúrgicos: campanillas para alzar a Dios, cálices recamados de pedrería, patenas pulidas, píxides para las formas consagradas, acetres para el agua bendita, navetas para guardar el incienso, incensarios, hisopos, bandejitas, cucharillas.
Todo ello de oro y plata.
—¡Hos...!
Se tapa la boca con la mano para reprimir una exclamación poco pertinente; o mucho, según se mire. La sangre le palpita en las sienes y las orejas. ¿Indiana Jones?... Un aficionado. Se le ocurre que ha de devolver la arqueta al armario, no sea que regresen los ladrones y la pillen in fraganti. Pero antes, saca varias fotos de arqueta y sagrario, tanto abiertos como cerrados.
«Batería, 8%». Mierda.
Apaga el teléfono. Mejor conservar ese resto por si lo necesita para una emergencia. Baja también la intensidad del farol para economizar gas. No tiene ni idea de cuánto tiempo va a durar la carga, y no le gustaría quedarse a oscuras. Cierra la arqueta, logra guardarla en el armario sin partirse la espalda, lo deja todo como estaba. Inspira hondo. Aún jadeante por la emoción y el esfuerzo, lanza una mirada en derredor. Solo le queda una cosa por investigar. Dos, en realidad.
Los arcones reposan sobre calzos de madera, una previsión para que no toquen el suelo. Son gemelos, aparentemente: igual de enormes, robustos y pesados. Construidos con gruesos tablones de madera cepillada, no tienen cerradura, tan solo sólidas bisagras de hierro en un lado de la tapa y sólidas argollas por donde asirla en el otro. Resulta curioso que, a diferencia del resto del mobiliario allí arrumbado, no parecen presentar rastro de robín ni de corcón. Una fila de agujeros de buen calibre en todo el contorno indica que alguna vez las tapas estuvieron claveteadas.
Salu arruga la nariz. ¿Y si son sarcófagos? Se estremece al pensar lo que puede encontrar dentro. Aun así, se planta con firmeza ante uno de los arcones y tira hacia arriba de las argollas.
Resopla. Tira. Resopla. Ay, su espalda.
Lo que haya dentro da igual: la tapa es tan pesada que le resulta imposible moverla un milímetro. Acalorada, a pesar de que no hace ni pizca de calor, Salu hace una pausa para recuperar el resuello. Se aparta una greña de la frente. Arrima el farol con el entrecejo fruncido: sobre la tapa hay una inscripción que apenas se deja leer. La frota con la mano libre. El paso del tiempo ha desvaído la pintura bajo la polvorienta capa. Sube la intensidad del farol. Son caracteres góticos, pero no se entiende nada.
A ver, en el otro arcón.
También una inscripción, que parece la misma, aunque mejor conservada. Aun así, cuesta...
¿Esto del final es un «Elda»?
Esta vez, la sorpresa se impone a su educación carmelitana.
—¡Joooder!
Para no devolver su culo al frío suelo, Salu separa una de las sillas apiladas y se sienta en ella sin molestarse en quitar el polvo a la tapicería. A estas alturas, peor ensuciarse las manos que el vestido, que ya estará hecho un asco. Luego, la cabeza apoyada en la pared, entra en un duermevela plagado de sueños recordados y recuerdos soñados. Como el de ella con capa roja y un gran sombrero negro con concha de peregrina, procesionando en pos de una carabela empujada por cuatro fornidos marineros de la Armada, y cuyo mando reclamaba para sí el primo Jaime, el padre de Jorge, solo porque había hecho la comunión vestido de almirante. A veces, la cabeza se le va hacia un lado, y ella da un respingo para luego, una vez enderezada, volver a adormilarse.
Pasa el tiempo bajo el siseo de la llama de gas. Cualquier otro ruido, por más mínimo que fuera, levantaría ecos en la cripta aislada y profunda. Los de unos pasos que se acercan, por ejemplo. Salu abre un ojo al débil resplandor del farol. ¿Ha oído bien? Sí, porque la rendija inferior de la puerta metálica filtra el bailoteo luminoso de una linterna. Se incorpora. Su reloj de pulsera acaricia el filo de las nueve de la mañana. Ha dormido más de lo que pensaba. Fuera, un roce; luego, un crujido. Esta vez, sin embargo, no hay chirrido. Contiene la respiración, ajena al latir que le martillea las sienes. ¿Los pasos se alejan? Traga saliva. Se esperaba cualquier cosa menos esto.
¿Se han arrepentido en el último momento y han decidido dejarla allí, sepultada viva en una cripta ignota?
Continuará

Nací en Elda en 1960, y, aunque resido en San Sebastián, nunca he dejado de regresar a mi familia, a mis fiestas, a mi pueblo, a mis raíces. Hace dos décadas que me dedico a escribir novelas, la mayor parte de las cuales he publicado de forma independiente. En 2019 fue el turno de "Cuartelillo. Una novela muy festera", inspirada en mi reencuentro con las Fiestas de Moros y Cristianos tras una prolongada ausencia. En aquel momento tuve la voluntad y el acierto de ofrecerla íntegra a todos mis paisanos desde este Valle de Elda tan nuestro, colaboración que fue posible gracias al interés y la buena disposición de la dirección y el personal del semanario. Gracias a ello, las ocho entregas de la novela, publicadas semana a semana al modo de los folletines decimonónicos, han alcanzado a varios miles de lectores, número que seis años después continúa creciendo.
Hoy vuelvo con el mismo ánimo para presentaros "La traca. Una novela muy eldera". Una nueva novela costumbrista y de intriga protagonizada por Salu Amat, ambientada esta vez durante el transcurso de nuestras entrañables Fiestas Mayores. Espero que a lo largo de las once entregas que completarán la serie volváis a divertiros, a sufrir, a reíros, a indignaros y, sobre todo, a emocionaros con las peripecias de Salu y sus amigos.
Buena lectura, asiduos del Valle.
"Cuartelillo" puede leerse en la web de Valle de Elda, en el blog del mismo nombre: https://www.valledeelda.com/blogs/cuartelillo.html
Más información sobre el autor y su obra en: https://www.rbscandelas.es