La traca. Una novela muy eldera (7)

Resumen de lo publicado
Tras la insólita aparición de unas pintadas acusadoras en la fachada del Ayuntamiento y el no menos insólito robo de las joyas de la Virgen, una serie de tumultos tienen lugar durante el Pregón, la Salve del día 7 y el concierto en la plaza Castelar del 8, provocados por una misteriosa yincana convocada en las redes sociales, y a la que las autoridades políticas y policiales no logran poner coto.
Mientras investiga la conexión entre estos hechos, Salu descubre la existencia de una cripta situada bajo la iglesia, donde la retienen unos facinerosos que resultan estar detrás de la yincana, y que se aprestan a dar el golpe definitivo a la reputación de Elda. Algo que preocupa sobremanera a Julio Maestre, alcalde de la ciudad, por cuanto podría dar al traste con ciertos asuntos ocultos que se trae entre manos.
* * *
Lunes, 9 de septiembre. 09:15 h.
—Esto es un puto desastre. —Joaquín Romero, el concejal de Seguridad Ciudadana, gesticula con las manos al tiempo que recorre a grandes zancadas el despacho de alcaldía—. El pueblo está al borde del colapso. Hay atascos en todas las entradas: la de Alicante, la de Monóvar, la de Madrid... Hasta por la Torreta intenta entrar la gente. ¡Es como si a todo el mundo se le hubiera ido la olla!
—Sí, y el cristo que se montó ayer en la plaza Castelar solo ha hecho que azuzarlos —menea la cabeza Julio Maestre, el alcalde—. ¿Cuál es el balance, Emilio?
—Un herido leve por arma blanca, cuatro detenidos y veinte contusionados atendidos en Urgencias, dos de ellos, muchachos míos —recuenta Emilio Esteve, el jefe de la Policía Local—. Lo peor, una mujer en estado que fue zarandeada por la multitud: se halla en observación, con riesgo de perder el feto.
—¡Joder, qué putada!
—Y la cosa va a peor. —Eladio Bernabé, el concejal de Fiestas, habla sin despegar la mirada de su móvil—. Las redes están que echan humo, y, para el que no se hubiese enterado todavía de la yincana, lo de anoche ha saltado a las noticias de la mañana. ¡Cientos de billetes de cincuenta en un globo burbuja!, ¿quién podía imaginarlo? Para más inri, hoy se anuncia un premio mayor todavía: unos hablan de billetes de cien; otros, de quinientos.
—Pero eso es absurdo —niega con la cabeza Esteve—. ¿Cuánto hace que no veis un billete de quinientos?
—Pues precisamente por eso. Al personal se le ha ido la bola, y parece que también a los medios: ahora mismo hay desplegadas varias unidades móviles por todo el centro —dice Bernabé con un gesto de barbilla hacia la ventana—, incluida una de Televisión Española aquí abajo, en la plaza.
—¡Me cago en la leche! —se enerva Maestre—. ¿Qué hacemos, Emilio?¿Podemos impedir esta peregrinación?
El jefe se enjuga el sudor de la frente con un clínex.
—Estamos en ello —resopla—. Hemos puesto barreras en la rotonda de los Rotarios, en la del Santo Negro, en la del puente del Centro Excursionista, en la del Ecoparque y en la del Parque de Bomberos. Mis hombres obligan a darse la vuelta a todo el que no justifique que reside en Elda, pero eso está provocando muchos altercados y, además, no basta: la gente se cuela por los caminos, por los polígonos, y, sobre todo, por la Frontera. ¡No podemos bloquear todas las calles que bajan de Petrer!
—Es cierto —confirma Romero—. Vienen hordas de petrolancos atraídos por la yincana.
—¡No me lo puedo creer! —bufa Bernabé—. Es lunes. ¿No tienen que trabajar?
El alcalde niega con la cabeza.
—No son solo de Petrer —dice con gesto fatigado—. He hablado con Lorena, la alcaldesa, a ver qué puede hacer; pero me dice que no es fácil, que a ellos les está entrando una invasión de vehículos desde la autovía, y que, cuando tratan de desviarlos, les aparcan en los descampados y se bajan para acá andando.
La puerta del despacho se entreabre un palmo. Unas gafas de montura metálica apoyadas en una nariz afilada asoman por la rendija.
—Alcalde, el comisario de la Policía Nacional acaba de llegar.
—Gracias, Inés. Hazlo pasar.
A Sergio Tordera lo acompaña Ángeles Miró. La figura menuda de la inspectora contrasta con la estatura y corpulencia de su jefe, pero ambos traen el cansancio reflejado en el rostro.
—Gracias por venir, comisario —saluda Maestre—. Ya se conocen todos, creo. ¿Se sabe algo de la yincana?
—Tenemos a la Científica de Alicante investigando la procedencia de los mensajes —dice Tordera—. Han conseguido llegar a cuentas de TikTok, Instagram y X que se crearon en agosto, probablemente con este fin específico. Todas ellas responden a perfiles falsos, con direcciones de correo electrónico registradas en el extranjero. Y el número de teléfono del que provienen los wasaps corresponde a una anciana de Oviedo. Ni siquiera tiene smartphone, sino un terminal de esos para mayores, con teclas; solo sirve para hacer llamadas.
—¿Quiere decir que...?
—Le han hackeado la línea, claro. En fin, dados los desórdenes públicos que se vienen produciendo y la posibilidad de que estos escalen de magnitud por la gran afluencia de gente, hemos pedido una orden judicial para bloquear las cuentas, pero me temo que, en cuanto lo estén, los responsables crearán otras.
—Hemos de reforzar a la Policía Local. Es necesario que vengan unidades de la Policía Nacional.
El comisario asiente con un cabeceo.
—Hay un Grupo Operativo de la Unidad de Prevención y Reacción en camino desde Alicante. Estará aquí en —consulta su reloj de pulsera—... quince minutos. He venido a avisarles, y a pedirle al jefe Esteve que se coordine con el oficial al mando para el despliegue.
Mientras ambos policías estudian un mapa en el que Esteve ha marcado los controles, al tiempo que mantienen una conversación telefónica con los oficiales de la UPR, Ángeles Miró hace un aparte con el alcalde y sus concejales.
—Hay otra cosa extraña —les dice—: anoche se puso en contacto conmigo la familia de Salud Amat; la mujer que fue secuestrada cuando lo de san Antón, ya saben.
—¡Salu Amat, claro! —exclama Maestre—. Precisamente anteayer me encontré con ella, después de que se llevase un susto de muerte en el refugio antiaéreo y de que... —Se interrumpe, el ceño fruncido—. ¿Le ha ocurrido algo?
—Han denunciado su desaparición, de nuevo.
La inspectora hace un resumen del relato de la familia, en cuya casa hacía una inspección ocular esta mañana, cuando el comisario la ha requerido.
—Pero usted investiga el robo en la iglesia, la yincana... —observa Joaquín Romero—. ¿La desaparición de Salu Amat tiene relación con todo eso?
Miró encoge los hombros.
—En principio, no tendría por qué, pero a estas alturas ya no sé qué pensar. Me parece mucha casualidad que el último sitio donde la señora Amat fue vista sea la iglesia, justo donde tuvo lugar el robo y durante la tangana del globo. Los policías, la verdad, creemos poco en las casualidades.
Una sombra de silencio se abate sobre el grupito. De silencio y de falta de luz, pues parece que la mañana se ha oscurecido. Julio Maestre da dos pasos para acercarse a la ventana. Densos nubarrones se apresuran hacia el este. Curioso, porque el parte no prevé tormenta. ¿Cómo suele decir su padre?... «Cuando Camara se enoja...». Bah. Con suerte, se dice torciendo la comisura de los labios, los nubarrones descargarán un diluvio de los buenos: de los de inundar bajos, cegar imbornales y desbordar las calles que bajan de Petrer. ¿Cuánto hace que no ve uno de esos? Así se irían a tomar por saco la traca, los globos, y todos esos forasteros que no tienen mejor cosa que hacer que venir a joder las Fiestas de Elda. Y, de seguir así las cosas, también el audaz plan de su alcalde para el futuro de la ciudad y, por qué no decirlo, para garantizarse otra legislatura al frente.
—Julio, ¿estás aquí?
—¿Eh?
Eladio Bernabé se le ha acercado para cogerlo del codo y llevarlo de vuelta a la conversación, a la que se han reintegrado el comisario y el jefe.
—Comentábamos con la inspectora que todo esto es una locura —dice el concejal—: los hackers, las cuentas falsas, los globos, la burbuja... ¿Quién organiza un montaje así para luego regalar dinero a espuertas? No tiene sentido.
—A menos que se busque un fin muy concreto —puntualiza Ángeles Miró—. Y a la vista de lo que está ocurriendo hoy en las calles, el objetivo parece claro: alguien pretende crear el caos en la ciudad, en plenas Fiestas Mayores. La cuestión es: ¿por qué querría alguien hacer eso? ¿Y por qué tomarse tantas molestias?
La inspectora enarca una ceja al cruzar con el comisario la mirada.
—Y eso es algo, alcalde —dice este, entornando los ojos—, que nos gustaría que nos explicase usted.
Julio Maestre abre la boca para protestar, pero la mirada de halcón del policía, acostumbrada a hacerse respetar, lo hace desistir. Mira a Joaquín Romero como un niño cogido en renuncio mira a su compañero de fechoría. El concejal de Presidencia asiente levemente. El alcalde se deja caer en la silla más cercana. ¿Por qué tiene la boca y la garganta como papel de lija?
—Tiene razón, comisario. Hay una cosa que... —Se sirve agua en un vaso. Da dos buenos sorbos—. Es lo único que se me ocurre, pero le ruego, os ruego a todos los que no estáis al tanto, que no salga de este despacho.
Qué buen momento sería, piensa con un suspiro, para que estallase el bendito Diluvio universal. Que estallase y que se fueran a tomar por culo las Fiestas, los periodistas, los forasteros y la barraca entera.
—¿Y bien? —apremia Tordera.
Pero el comisario se queda sin escuchar las explicaciones de Julio Maestre. A falta del diluvio deseado por este, la puerta del despacho se entreabre para dar paso al rostro de la secretaria, crispado bajo sus gafas metálicas.
—Disculpe que le moleste, alcalde, pero... Ejem. Es que hay una mujer que quiere verlo, y...
—¡Pues que espere, Inés, coño!... ¿No ves que estamos reunidos por un asunto grave?
Lejos de achantarse por el exabrupto, la secretaria da un paso adelante. Ella no se ha dejado chafar un festivo tan señalado para que ahora la ninguneen.
—Pues por eso mismo, alcalde —insiste, hinchando el pecho—. La mujer dice que es muy importante, que tiene relación con... ejem, el asunto, y que...
—¿Ha dicho cómo se llama? —inquiere la inspectora Miró, creyendo adivinar la respuesta.
—Salud Amat. La acompañan dos policías nacionales que dicen traerla del refugio antiaéreo, donde los municipales la han encontrado pidiendo auxilio desde el interior de la marquesina.
* * *
—... así que empujé la puerta, temerosa de que en el último segundo se hubieran arrepentido y me hubieran dejado encerrada. Pero la puerta cedió. Había un túnel que me recordó al refugio antiaéreo: revestido de ladrillo y rematado en bóveda circular, con su tendido eléctrico antiguo y todo. Recorrí bastantes metros, no sabría decir cuántos. Supongo que también para eso me habían dejado el camping gas; sin él, nunca habría encontrado el boquete en la pared.
—¿El boquete? —Ángeles Miró arquea las cejas.
—Sí, como de este tamaño —Salu separa las manos tres palmos—, a la altura del suelo. En realidad, yo ya había adivinado adónde iba a parar y cómo hacían los malhechores para acceder a la cripta, y, por tanto, a la iglesia.
—¿Lo había adivinado? —se sorprende Maestre.
Asiente Salu con la cabeza. Bebe los últimos sorbos del botellín que le han ofrecido cuando, nada más llegar, ha rogado por un vaso de agua.
—Disculpen, estaba deshidratada —dice, antes de continuar—. El sábado, cuando bajé con Ramón Pastor al refugio y ocurrió lo de la bomba de humo, la alarma y todo eso, ya saben —desvía la mirada, tras cruzarla fugazmente con la del alcalde—..., el caso es que Ramón se extrañó mucho de ver una chapa de hierro apoyada en la pared, al final del ramal que da a la escalera cegada, ante la iglesia. Se disponía a echar un vistazo cuando se levantó la humareda y tuvimos que salir por piernas. Y ayer, al encontrar la chapa que tapaba el otro boquete, el del foso hidráulico del trono, me dio la impresión de que eran iguales: mismo material, mismas dimensiones.
»Por la tarde había estudiado los planos del refugio y los de la iglesia, y se me ocurrió que podía haber una conexión. Por eso intenté citarme con Ramón en la iglesia, pero él no pudo venir, y yo cometí el error de investigar por mi cuenta.
—O tuvo el acierto —apunta la inspectora Miró—, según se mire. Si me disculpan —añade, haciendo ademán de salir del despacho—, voy a pedir a los compañeros que bloqueen las entradas a la cripta, y a transmitir a los controles la descripción del hombre y la mujer.
Es el comisario Tordera quien retoma el testimonio de Salu.
—Entonces, si la he entendido bien —dice—, ha salido usted a parar al refugio antiaéreo.
Salu se enrosca el índice en un mechón de cabello, solo para darse cuenta de que está estropajoso. Puaj. Qué necesidad tiene de una ducha.
—Exacto. No me fiaba de la trampa de emergencia, así que he cogido por el ramal que lleva a la marquesina. Allí he golpeado el vidrio hasta que unas personas se han alarmado y han llamado al 112. —Y ha sido muy extraño, omite decir, constatar que puedo pedir auxilio a voz en grito sin acordarme de mi afección de garganta—. Enseguida ha llegado un coche patrulla de la Policía Local, y, en cuanto les he explicado a los agentes que tenía información urgente sobre los autores de la yincana, han hecho venir a unos policías nacionales y a los bomberos, que han forzado la puerta.
Y ha resultado una bendición, omite también, ofrecer toda su piel visible a la tibia caricia de la luz solar, e hincharse los pulmones del aire limpio de la mañana, sin regusto a cerrado y a polvo.
—Caramba, Salu —dice el alcalde con tono amablemente irónico—. Se lo ve usted hecho para movilizar operativos completos.
—No suele ser mi intención, Julio —replica ella con sonrisa traviesa—. Lo siento.
—No lo haga. —El comisario también ríe—. Gracias a usted, nuestra investigación sobre la yincana ha avanzado más en la última media hora que en los tres días anteriores. En fin, estará usted agotada y deseando reunirse con su familia. Solo repítame una cosa: le he entendido antes que el objetivo de esos individuos es sabotear las Fiestas Mayores.
—Por lo que les escuché decir, se trata de más que eso: pretenden que el pueblo se vaya a la mierda, en palabras textuales, aunque no alcanzo a comprender cómo. Solo sé que hablaban con desprecio de Elda todo el rato.
—¡Qué cabrones! —bufa el alcalde.
—Ya está. —Ángeles Miró se reincorpora al grupo—. Tienen la descripción de la pareja en todos los controles. Ah, y me acaban de informar de que la mujer embarazada está fuera de peligro.
—Por fin una buena noticia —levanta un puño Eladio Bernabé—. Por cierto, ¿es ese el rosario que encontró en la cripta?
Salu se lleva la mano al pecho, donde la cruz y las tres avemarías que la preceden desaparecen bajo el cuello de su arrugado vestido. Lo había olvidado por completo.
—Ah, sí —dice, haciendo ademán de descolgárselo—. Supongo que debería devolverlo a...
Pero la inspectora la detiene con un gesto de la mano.
—Espere, no lo toque más —dice, sacando del bolsillo una bolsita de plástico—. Voy a quedármelo como prueba del caso. Quizá la Policía Científica pueda encontrar alguna huella. Por cierto —añade—, que más tarde, cuando descanse, tendrá que pasar por comisaría para una declaración formal.
—Haré que el coche patrulla la lleve a su casa, si quiere —ofrece Esteve.
—Gracias —agradece Salu—, y déselas también a sus hombres. Alcalde...
—¿Otro botellín para el camino?
—Por favor.
* * *
Lunes, 9 de septiembre. 10:30 h.
—Esto es un atropello. ¡No tiene usted derecho, por muy alcalde que sea!
—En realidad, sí lo tengo, don Ernesto. Y dadas las circunstancias, no me queda otra alternativa. ¿Cree usted que me agrada? Pero hemos descubierto que los tumultos ocurridos los últimos días, incluido el del sábado en la iglesia, son obra de dos malhechores que todavía pululan por ahí. Ha habido avalanchas, peleas, heridos..., y varias personas han acabado en Urgencias. ¿No querrá que eso se repita en su iglesia?
El párroco de Santa Ana hincha el pecho, decidido a no dejarse avasallar por un político.
—Pues en la misa de ocho no ha ocurrido nada de eso —replica—. No creo yo que...
—A misa de ocho, don Ernesto, no va ni Dios.
—¡¿Cómo se atreve?!
Julio Maestre se pinza el puente de la nariz con pulgar e índice. Toma aire para sosegarse. Mira que se suele llevar bien con el párroco de Santa Ana; pero cuando este se cierra en banda, resulta más difícil hacerlo entrar en razón que a un elefante desbocado.
—Disculpe, no quería decir eso. —Deja caer un suspiro fatigado—. Lo que quiero decir es que no puedo permitir que los incidentes se reproduzcan. Es mi responsabilidad como alcalde; y debería ser también la suya, como arcipreste de Elda.
—El arcipreste es don José, el párroco de la Inmaculada —bufa don Ernesto.
Maestre pone los ojos en blanco.
—Bueno, pues don José. Seguro que él está de acuerdo conmigo.
—¿En suspender la Misa Mayor? —El cura fuerza una carcajada—. ¿El día del Santísimo Cristo?... —Otra—. ¡Lo dudo mucho!
—La Misa Mayor, las menores, la traca, el globo, la procesión y los conciertos y verbenas. No hay más que hablar, don Ernesto. He querido comunicárselo en persona por deferencia, pero la jueza Bañón ha firmado la suspensión cautelar de las Fiestas en tanto no se detenga a los causantes de los alborotos y pueda garantizarse la seguridad. Por si no se ha dado cuenta, la gente está alarmada, la avalancha de forasteros resulta incontrolable, y la ciudad está tomada por la Policía. Con todo respeto, no creo que asistir a misa sea ahora mismo prioridad de nadie.
Consciente de que el «no hay más que hablar» es inapelable, el párroco abate la cabeza.
—Pero si tenemos al obispo aquí, hombre —se desespera—, venido ex profeso de Orihuela para la misa. ¿Qué le digo yo al obispo, eh?... ¿Qué le digo?
El alcalde le palmea el hombro, aliviado por la resignación implícita. Más vale así, porque, con los nubarrones disolviéndose durante la última media hora, ningún diluvio va a resolverle la papeleta
—Estoy seguro de que Monseñor será comprensivo con la situación, y de que... —El rock de Miguel Ríos lo interrumpe—. Le ruego me disculpe, es el comisario —dice, tras comprobar la llamada en la pantalla del móvil—. Dígame, comisario...
* * *
Lunes, 9 de septiembre. 12:15 h.
Para eso dejó la persiana a rendijas cuando se echó en la cama: para saber si aún era de día cuando despertase. Los cuchillos de luz revelan un discontinuo de diminutas motas de polvo que flotan perezosas, impulsadas por fuerzas misteriosas, más antiguas que la humanidad.
Sonríe.
Para estar medio dormida, o quizá precisamente por eso, vaya chorradas que se le ocurren.
Emite un gemido placentero.
Qué agradables, las sábanas. Sus sábanas. Qué mullido, el colchón. Su colchón, que lo lleva siendo desde que, al formalizarse la relación con Félix, sus padres reformaran el dormitorio de adolescente para mayor comodidad de la pareja en sus visitas a Elda. Echa un ojo, sin levantar la cabeza de la almohada, al radiorreloj de la mesilla: mediodía pasado. Ha dormido poco más de una hora; eso es apenas una siesta. Pero la ha dormido sin soñar, sin agitarse, sin dar una cabezada cada dos por tres y despertar sobresaltada para volver a enderezarse. Sin temor a que sus captores regresaran y tomasen una mala decisión.
Ha DORMIDO.
Entonces, ¿qué la ha despertado?
Afina la mirada.
Parece que el sol de septiembre hace honor al último día de Fiestas. Es de suponer que el calor, también. Hoy no piensa rehuirlo. Tras el frío que pasó anoche, piensa espatarrarse en una terraza, parapetada tras unas gafas de sol y una cerveza, y dejar que piel y cerebro le entren en ebullición.
Suspira.
Afina el olfato.
Café. Desde que murió su padre, nadie, ni siquiera ella, toma café en casa a media mañana. ¿Y cómo es posible que el olor llegue desde la cocina, en la planta baja?
Frunce el ceño.
Afina el oído.
Hay alguien a sus espaldas. Una presencia delatada por el rumor de una respiración contenida. Por alguna importuna asociación de ideas, le viene en mente una dentadura amarillenta enmarcada en unos labios finos como lombrices. ¿Contenida como si llevase puesto un pasamontañas? Se incorpora de un salto hacia el lado opuesto, parapetándose tras la cama.
Abre los ojos como platos.
—¡¿Qué haces ahí?!
—Te miro. ¿Qué pasa?
—Jolines, Rafa... —Se lleva la mano al pecho, que el corazón amenaza con traspasar—. Que me has dado un susto de muerte, eso pasa.
—Lo siento. Pensé que dormías, y... Ejem. Solo quería asegurarme de que estás bien.
Se recoge un mechón de pelo grasiento tras la oreja. Ni siquiera se ha duchado al llegar a casa por la mañana. Después de los mil abrazos de su madre y su hija, y tras negarse mil veces a tomar otra cosa que no fuera un vaso de leche caliente para templar el estómago, se ha ido a la cama sin ponerse el pijama siquiera. Al menos, suspira, se ha lavado los dientes.
—Pues ya ves: estoy hecha un asco, más bien.
—Bah. Estás preciosa, con esa camiseta ceñida y esas braguitas tan sexis. Y el contraluz en el pelo te queda fantástico. —Rafa deja el platillo con la taza en la cómoda cercana. Busca su móvil en el bolsillo trasero—. Déjame que te haga una foto.
—En tus sueños —bufa Salu, lanzándole un almohadón que por un centímetro no da con el café en el suelo.
Él desiste, no sin antes regalarle una carcajada.
—Veo que has recuperado la voz —dice—. ¿Y la tos?
Ella se lleva la mano del pecho a la garganta, el aire pensativo.
—Desaparecida. Dice mi madre que es por haber llevado al cuello el rosario de la Caballé. Que la Virgen me ha curado, como curó a la diva. Es curioso, pero no puedo dejar de pensar que tiene algo de razón. —Se sienta sobre las sábanas arrugadas, palmeando el colchón a su lado—. Anda, ven aquí —añade—. Cuatro días en Elda, y todavía no hemos conseguido un rato de intimidad, Rafa Poveda.
Él obedece. Toma las manos de ella entre las suyas. Se las lleva a los labios.
—Eres especialista en buscarte problemas, ¿sabes? —bromea.
—Eso mismo dice el alcalde.
—¿Quién querría vivir contigo? —susurra él.
—No sé —ronronea ella—. Dímelo tú.
Rafa toma aire, como quien se dispone a recitar un poema de carrerilla.
—Te quiero, Salu. No he hecho más que repetírmelo desde anoche. No quiero pasar un minuto más separado de ti. Estos años, desde que nos conocimos..., he sido un imbécil. Me han ofuscado el trabajo, las dificultades, la distancia, cuando lo que de verdad deseo es estar contigo. A toda costa.
—¿A toda?
—Estoy dispuesto a traspasar el almacén y a mudarme a Madrid. Contigo.
Lo dice mirándola a la cara con unos ojos grandes, sinceros, brillante el gris azulado de los iris bajo el cuchillo de luz dorada que los cruza. Como para no creerle. El corazón de Salu vuelve a tomar carrera.
—Pero Rafa, ¿estás seguro? El almacén es tu vida. Y antes fue la de tu padre, y la de tu abuelo.
Niega él con la cabeza.
—Por culpa del almacén he perdido cinco años de estar contigo. Ahora mismo, lo odio. Se acabó. Si tú quieres, claro.
—Y puedes... ¿Podrías hacerlo? Traspasar el almacén, digo.
—Hasta ahora, no; por eso no me lo había planteado siquiera. La COVID dejó tocado el negocio, como a toda la industria de la piel; pero nosotros nos hemos recuperado. Este ejercicio vamos a acabar con las cuentas saneadas. Sería un buen momento para venderlo.
Las manos de Salu se liberan de las de Rafa para, a su vez, apretarlas con fuerza.
—Puede que no haga falta.
—¿Qué quieres decir?
Ella ladea la cabeza. Lleva cuatro días dudando. Todo el verano aplazándolo. Cinco años mareando la perdiz. ¡Qué coño! Si él está tan decidido, ¿por qué no ella?
—Es lo que llevo queriendo decirte todos estos días sin encontrar el momento —dice—. Verás: no quiero hacerme ilusiones ni que te las hagas tú, pero... el caso es que el nuevo bum turístico y la fiebre compradora extranjera están atrayendo un ingente capital a la costa mediterránea. El banco está pensando... No, está decidido a ampliar la división de banca de inversión, y todo apunta a que una importante oficina regional se instalará en Alicante.
—¿Y tú...?
—Tengo todas las papeletas para dirigirla.
—¡Pero Salu..., eso sería fantástico!
—Bueno, ya te digo que todavía no es seguro; y mucho menos, inmediato.
—No importa. Yo también necesito un tiempo para lo del almacén. Mientras tanto, te juro que me compro un abono del AVE para pasar juntos todos los fines de semana. Y luego, cuando el banco se decida, nos mudamos a Alicante, nos compramos un barco y nos dedicamos a hacer excursiones a Tabarca, a Santa Pola, a Campello...
—Pero Rafa, ¡si ninguno de los dos sabemos navegar!
—Bueno, ¡pues nos compramos unas piraguas!
Ríen ambos con risa cómplice. Se abrazan. Él la besa en los labios. Ella se deja hacer. Suena un claxon en la calle. Dos comadres se acercan por la acera, murmurando su historia, que diría Serrat.
Luego, el silencio.
Los labios de Rafa deslizan por el cuello de Salu hacia la base, buscando el hombro descubierto. Ella aprieta la mejilla contra el pelo corto, recio, más entreverado de hebras plateadas que cuando se conocieron. Un estremecimiento la recorre cuando una mano le acaricia la espalda hasta penetrar por debajo de la axila, buscando el nacimiento del pecho.
Una oleada de calor la invade. Una urgencia perentoria, más fuerte que el pudor que le provoca que el aliento de él huela a café, y el de ella, a boca pastosa; que la camisa de él se vea recién planchada, y la camiseta de ella esté impregnada de sudorina; que el pelo de él reluzca sedoso y limpio, y el de ella esté impregnado de polvo centenario. Todo lo cual a Rafa parece no importarle.
Suspira.
—¿No te importa? —le susurra él en la oreja, consciente de la urgencia mutua—. Siempre hemos hecho estas cosas en mi casa.
—Siempre hay una primera vez —le devuelve el susurro ella, cómplice.
Lo abraza con fuerza. Lo besa con fuerza. Busca la humedad dulzona de su boca. Y entonces, cuando él la corresponde, siente la necesidad de decirle lo único que todavía no le ha dicho.
—Yo también te quiero, Rafa Poveda.
—¡¡Qué bonito!!
El corazón de Salu da un brinco una fracción de segundo antes de que ella misma se ponga en pie de un salto, de cara hacia la puerta.
—¡Almudena, joder!... ¿Estabas escuchando?
La figura apoyada en el marco de la puerta entornada deja ver el blanco de los ojos.
—¿Escuchando, yo?... Tú flipas, mamá. ¡Qué cosas tienes! Solo quería saber cómo estás, y...
—Estoy de puta madre, ya lo ves.
—Vale, vale... No te pongas así.
La figura desaparece, cerrando la puerta tras la fugaz visión de una sonrisa pícara y una melena airosa. Desaparición que apenas dura el instante en que tarda en volver a asomar la sonrisa.
—¿Y para cuándo, la boda?... —Un trazo blanco destella entre los labios anchos—. ¿Puedo decírselo a la abuela?
El almohadón volador ataca de nuevo.
—¡¡¡No!!!
Continuará

Nací en Elda en 1960, y, aunque resido en San Sebastián, nunca he dejado de regresar a mi familia, a mis fiestas, a mi pueblo, a mis raíces. Hace dos décadas que me dedico a escribir novelas, la mayor parte de las cuales he publicado de forma independiente. En 2019 fue el turno de "Cuartelillo. Una novela muy festera", inspirada en mi reencuentro con las Fiestas de Moros y Cristianos tras una prolongada ausencia. En aquel momento tuve la voluntad y el acierto de ofrecerla íntegra a todos mis paisanos desde este Valle de Elda tan nuestro, colaboración que fue posible gracias al interés y la buena disposición de la dirección y el personal del semanario. Gracias a ello, las ocho entregas de la novela, publicadas semana a semana al modo de los folletines decimonónicos, han alcanzado a varios miles de lectores, número que seis años después continúa creciendo.
Hoy vuelvo con el mismo ánimo para presentaros "La traca. Una novela muy eldera". Una nueva novela costumbrista y de intriga protagonizada por Salu Amat, ambientada esta vez durante el transcurso de nuestras entrañables Fiestas Mayores. Espero que a lo largo de las once entregas que completarán la serie volváis a divertiros, a sufrir, a reíros, a indignaros y, sobre todo, a emocionaros con las peripecias de Salu y sus amigos.
Buena lectura, asiduos del Valle.
"Cuartelillo" puede leerse en la web de Valle de Elda, en el blog del mismo nombre: https://www.valledeelda.com/blogs/cuartelillo.html
Más información sobre el autor y su obra en: https://www.rbscandelas.es