miércoles, 16 de abril de 2025

La traca. Una novela muy eldera (4)

Ramón Candelas
27 marzo 2025
390
La traca. Una novela muy eldera (4)

Resumen de lo publicado

 

El día del Pregón, diversos sucesos amenazan con trastocar el apacible discurrir de las Fiestas: la aparición de pintadas en la fachada del Ayuntamiento, el robo de las joyas de la Virgen, y un tumulto durante el Pregón, ocasionado por una misteriosa yincana convocada a través de las redes sociales, obligan a la Corporación municipal a involucrar en el tema a la Policía Nacional. El tema incomoda sobremanera a Julio Maestre, alcalde de la ciudad, quien ve un intento de boicotear las Fiestas Mayores. Algo que encaja mal con ciertos asuntos ocultos que se trae entre manos.

Cuando al día siguiente Salu y Juanma, invitados por el técnico del Ayuntamiento Ramón Pastor, visitan el refugio antiaéreo de la Guerra Civil, una densa humareda comienza a invadir el interior del túnel. Sofocados por el humo, los atrapados logran alcanzar la salida de emergencia, pero solo para descubrir que el mecanismo de apertura no funciona.

 * * *

Sábado, 7 de septiembre. 12:15 h.

Los Bomberos han desplazado sendas dotaciones a las dos entradas del túnel, el cual tratan de airear con potentes equipos de ventilación. La Policía Local ha acordonado los perímetros correspondientes para mantener a raya a los curiosos, una miríada de jubilados, parados y amas de casa que de repente pasaban por ahí. También ha acudido una unidad móvil de Emergencias, que ha atendido a los atrapados en el refugio. Tres intoxicaciones leves, de las que los han dado de alta sin más cuidados que hacerlos respirar oxígeno durante unos minutos. Y, por supuesto, están presentes numerosos empleados del Ayuntamiento, así como varios ediles y el alcalde, alarmados por el humo y por el circo que se ha organizado.

Si pretendía hacer una visita privada y discreta, a Ramón Pastor le ha salido el tiro por la culata.

—¡Aquí estáis!

Julio Maestre se dirige airado hacia el interventor y el jefe de Servicios Públicos, quienes de nuevo se hallan sentados a la barra de El Cafetín, ahora ante sendas infusiones con las que reponerse del susto.

—Alcalde...

—Julio...

—¡Ni Julio ni gaitas! Bonita la que habéis liado. Los Bomberos, la Policía, los de Emergencias... Y los medios, venga hacer fotos y buscar entrevistas: el Valle, el Aquí, el Información, Tele Elda, Intercomarcal... He tenido que contemporizar con todos sin saber qué responder a sus preguntas. Y la oposición, malmetiendo con que si el proyecto del refugio es deficiente, que si las medidas de seguridad no funcionan... ¡Lo que nos faltaba, Ramón, ya sabes a qué me refiero!

A un lado, bebiendo sorbitos de un botellín de agua para calmar la irritación de garganta, encogida lo más posible para pasar desapercibida, Salu asiste al malhumorado chorreo del alcalde. Solo cuando Ramón y Julio logran convencerlo de que el incidente ha sido ajeno a ellos y al hecho de que estuviesen inspeccionando —así lo aseguran— el refugio, los ánimos del regidor se apaciguan.

—Por cierto —dice este, como si hubiese pasado una nimiedad por alto—, ¿estáis bien?

—Estamos, estamos.

Si Pastor acoge el cambio de actitud con alivio, Juanma se permite replicar con sorna.

—Gracias por preguntar, Julio. Por cierto, te presento a Salu Amat, una amiga.

—¿Salu Amat?... —El alcalde arruga el ceño al estrechar la mano de la aludida—. Claro, ya decía yo que me sonaba tu cara: te conozco de aquellos Moros y Cristianos, cuando nos quemaron a san Antón.

En cuanto ella abre la boca para responder, un golpe de tos se lo impide

—Cierto —consigue articular al fin—..., yo también me acuerdo.

—Vaya fiestecitas que nos dieron aquellos desaprensivos —dice Maestre con una sonrisa—, ¿verdad, Juanma?

Rebajado el tono definitivamente, la conversación regresa al incidente del refugio, de cuya causa nadie atina a dar razón hasta que un bombero con galones de jefe entra en el local con evidentes muestras de estar buscando a alguien.

—Julio, al fin te encuentro —dice, dirigiéndose hacia el grupito con la pesadez que le provoca su indumentaria—. Hemos recuperado esto del refugio —añade, mostrando en la mano enguantada unos cilindros negros y malolientes—: son bombas de humo.

—¿En serio? ¿Cómo es posible?

El recién llegado encoge los hombros.

—Cualquiera puede conseguirlas en tiendas de pirotecnia o en Internet. Se utilizan para las aplicaciones más variopintas, desde partidas de paintball hasta espectáculos al aire libre.

—Un gamberro... ejem, entonces —deduce Salu.

—¿Un gamberro? —se irrita el alcalde—. ¡Un terrorista, maldita sea!

—Pero cerré la puerta con llave, de eso estoy seguro —protesta Pastor—. ¿Cómo han podido arrojarlas al interior del túnel?

—Estaban bajo los conductos de ventilación —explica el jefe de Bomberos—: hemos comprobado que una de las rejillas de protección está suelta.

—Joder.

—Eso, joder.

—Entonces, ¿se puede bajar ya? —pregunta Pastor—. Me gustaría comprobar una cosa.

—Ni lo sueñes —responde el jefe—. Vamos a precintar el refugio. Hay que volver a verificar los sistemas de seguridad y resolver ese fallo en la trampa de emergencia.

—Un interruptor a la salida del SAI —quita importancia el técnico—. Lo utilizaron para hacer las pruebas de la trampa y luego se olvidaron de suprimirlo. Por suerte, estaba a mano.

—Sea lo que sea —zanja el jefe—, no puede volver a ocurrir.

—Y en todo caso —añade Maestre—, hasta que se investigue y se aclare lo sucedido, no quiero a nadie más en el refugio. Si eres tan amable de entregarme las llaves, Ramón...

—Qué casualidad, ¿no? —dice Salu, una vez que el alcalde y el jefe de Bomberos se han despedido—. Nunca hay nadie en el refugio, y... —Más toses—. Perdón. Quería decir, ejem, que justo cuando baja una visita, aparece un gamberro que...

—Un terrorista —puntualiza Juanma—, según nuestro alcalde.

—Quien sea, el caso es que echa unas bombas de humo que están a punto de asfixiarnos. ¿Sabía que estábamos ahí?

—Para mí que es demasiada casualidad —dice Pastor, al tiempo que pone un billete sobre la barra.

—¡Venga ya! —discrepa Juanma—. ¿Quién iba a querer hacernos eso? ¿O es que tus obras públicas te han granjeado enemigos mortales? —sugiere, sarcástico.

Salu bebe un sorbito de agua para aliviar el escozor de garganta.

—De todos modos —reflexiona—, nadie más que nosotros tres sabía lo de la visita al refugio, ¿no es cierto? —Carraspea. Otro sorbito—. Quiero decir, también mi hija, o Mamen, pero esas no cuentan.

—En eso tienes razón —concede el técnico.

—Joer, Salu, sí que te ha afectado el humo —observa Juanma.

—Tengo la garganta delicada —confiesa ella—. Secuela de una infancia y una juventud plagadas de amigdalitis y faringitis. —Y, como para corroborar lo dicho, se arranca con un nuevo golpe de tos.

—Y a ti, ¿qué te ocurre, Ramón? —pregunta Juanma mientras su amiga se tranquiliza—. ¿Qué se te ha perdido ahí dentro para que ya quieras bajar de nuevo?

—Nada, una tontería —quita importancia el otro—. Estaba pensando en la chapa que hemos encontrado.

—Pues sí que es una tontería. ¿Y qué ha querido decirte Julio antes, cuando hablaba de la prensa, con lo de «ya sabes a qué me refiero»?

El jefe de Servicios Públicos Ambientales hace como si espantase una mosca de la barra. Si Juanma se distrae en ese momento en apurar su taza, a Salu no se le escapa que desvía la mirada.

—Lo sabrá él —responde Pastor—; yo, ni idea.

 * * *

Sábado, 7 de septiembre. 19:50 h.

La garganta sigue irritada, tanto que Salu ha pasado la tarde hablando con susurros para evitar ahogarse con la tos. De buena gana se habría quedado sola en casa, leyendo tan tranquila la última obra de su paisano Ramón Candelas, quien tiempo atrás le hizo relatarle sus aventuras en los famosos Moros y Cristianos del 19 para que él pudiera novelarlas. Sin embargo, el libro tendrá que esperar, por interesante que esté, pues doña Remedios le ha insistido en que asista a la Salve Solemne de Agapito Sancho, que este año, según ella, cuenta con un reparto excepcional; y, ya de paso, en que la acompañe a la misa que se celebra justo antes. Y claro, qué iba ella a hacer: si para algo ha venido a Elda estos días, además de para tener una conversación con Rafa, es para pasarlos con su madre. Así que para la iglesia de Santa Ana que han partido ambas, pertrechada Salu de un fular para el cuello, un botellín de agua y una caja de pastillas balsámicas para chupar que le han recomendado en la farmacia.

Mamen las espera en la escalera de acceso a la puerta trasera, por la que doña Remedios acostumbra a entrar para oír misa desde los primeros bancos. Nada más verlas, aquella se deshace en efusiones para con su amiga.

—Ay, Salu, qué miedo has tenido que pasar —dice, puntualmente informada por su marido del incidente en el refugio—. Menos mal que Ramón ha conseguido sacaros de ahí. ¿Cómo estás? Juanma dice que tienes la garganta fatal.

—Fíjate que todavía le huele el pelo a humo —refunfuña doña Remedios—. Y eso que se ha duchado.

—No te preocupes, mamá —susurra Salu, sabedora de lo que su madre quiere oír—: mañana me lo lavaré bien lavadito, para que reluzca el día de mi santo.

—No te burles, que ya sé que a ti los santos ni fu ni fa. Pero mañana es el día grande de las Fiestas, y te quiero radiante.

—Eso, que viene a comer Rafa —dice Mamen, guiñando un ojo a doña Remedios.

Salu pone los ojos en blanco. Lo que le faltaba: su madre y su mejor amiga, haciendo de casamenteras.

En la primera fila de la nave lateral las espera doña Carmen, que ha preferido no esperar fuera para coger un buen sitio. Tras el intercambio de saludos, las madres se enzarzan en una conversación por lo bajini sobre el tema que más les interesa: Qué bonitos le quedan tus pendientes, Reme. Eran de mi madre, los de su boda. ¿Se sabe algo de las joyas, por cierto? Ni idea, chica; para mí que la Policía está despistada. Bla, bla, bla.

Salu y Mamen, con pocas ganas de conversar la primera, se dedican a mirar en derredor, a la espera la segunda de que llegue su padre, uno de los protagonistas de las Fiestas.

Los abanicos funcionan a todo meter. La iglesia todavía no está llena, pero acabará estándolo, incluyendo los primeros bancos de las filas centrales, vacíos en espera de las autoridades. Al otro lado del altar mayor conversa un par de fotógrafos acreditados. A este, un cámara de televisión, vestido con una camiseta llamativamente cutre para la solemnidad del acto que se apresta a grabar, se ha instalado con su equipo.

Como todos los años, a Salu se le ensancha el pecho a la vista del trono; una ornamentada escalinata, en realidad, desde cuya cúspide la imagen de la Patrona domina el altar mayor, espléndida bajo su dosel a modo de gran capa de armiño ribeteada de carmesí. Recuerda cuánto la impresionaba de niña, cuando, cogida de la mano de su padre, se quedaba mirándolo con el corazón encogido —un trono mágico, decía él— mientras descendía despacio, peldaño a peldaño, hasta colocar la imagen a un nivel en que los costaleros, que le parecían dotados de una fuerza sobrehumana, podían introducir las andas en la peana y cargarla sobre sus hombros.

Ahora el trono le parece un pelín recargado, con tanto ramo de gladiolos, tanta vasija decorativa y tanto candelero eléctrico atestando los escalones. Tampoco entiende que haya que enjoyar tanto a la Virgen, por mucho que a doña Remedios le entusiasme. Un poco de sobriedad, suspira, quizá sería más acorde con los tiempos que corren. Y hablando de enjoyar...

—Lo que no me explico —susurra a Mamen con voz cavernosa—, es que tu madre pueda distinguir los pendientes de mi abuela desde esta...

—¿Qué ocurre ahí? —la interrumpe Mamen sin hacerle caso.

—¿Dónde? —pregunta la voz cavernosa.

—Ahí, junto a la columna, detrás de la pila bautismal. Parece que don Ernesto, el párroco, discute con dos policías locales. ¿Y por qué hay tanto barullo aquí adentro?... ¿Es normal?

Salu se vuelve hacia la nave central, donde ya apenas queda sitio. Ella no es mucho de ir a la iglesia, pero le da la impresión, en efecto, de que las conversaciones de la gente están más subidas de tono de lo que cabría esperar.

—Ni idea —susurra, elevando un hombro—. Mira, ahí llega tu padre.

En su calidad de pregonero, don Carlos llega acompañado por el alcalde, el presidente de la Cofradía de los Santos Patronos y la camarera mayor, a quienes siguen un nutrido grupo de autoridades locales, incluidas algunas uniformadas. Una de estas, guerrera azul marino y gorra de plato bajo el brazo, se dirige directamente, mientras los demás van tomando asiento, hacia donde don Ernesto conversa, o discute, con los policías.

—Es Emilio Esteve, el jefe de la Policía Local —dice Mamen, en plan cotilleo—. Es amigo de Juanma. No entiendo qué...

—¡Ossstras! —la interrumpe Salu, quien, a fuerza de observar a los asistentes más irrespetuosos, se ha dado cuenta de que miran y señalan hacia el techo—. ¡Ahí arriba, mira!

Señala con un gesto discreto hacia lo alto. Mamen lo ve enseguida: a treinta metros por encima de sus cabezas, un globo plateado en forma de corazón besa la mitra del emblema pontificio que decora la clave de la cúpula central.

—¡¿En serio?! —exclama, abriendo unos ojos como platos—. ¡No me lo puedo creer!

Desde la distancia, el globo parece pequeño, pero Salu calcula que será del pelo, si no mayor, del que la noche anterior arruinó el pregón de don Carlos.

Tras la pila bautismal, los policías y el párroco gesticulan, llevando la atención del jefe hacia el mismo punto. El alcalde, advertido del asunto, se les une en cuatro zancadas, al tiempo que el murmullo general se extiende hacia las bancadas más alejadas.

Lentamente al principio, in crescendo luego, se produce un movimiento por los pasillos de quienes no alcanzan a ver el globo. La gente comienza a invadir la zona central bajo la cúpula, entre los bancos y los escalones que conducen al altar. A las exclamaciones desatadas por doquier se unen las protestas de los feligreses sentados en las primeras filas, privados de sus privilegiadas vistas al trono.

Definitivamente, el nivel de decibelios se ha convertido en irreverente, lo que, por asociación de ideas, hace evocar a Salu la escena de Jesús expulsando a los mercaderes del templo. Lo mismo debe de pensar don Ernesto, quien se acerca al atril de las lecturas para rogar silencio y respeto por el micrófono.

Que si quieres. Para completar el nivel de caos, numerosas personas, ahora casi todas jóvenes, siguen entrando al templo.

—¡Mamá!

—¡Almudena! —Salu levanta ambas cejas—. ¡¿Qué haces tú aquí?!

Jorge, Lola y varios amigos más acompañan a su hija, todos ellos móvil en mano. No es necesario ser graduado en sociología para adivinar que no es el fervor religioso lo que los mueve.

—Seguimos la yincana —responde Almudena, confirmando sus sospechas—. Nos ha traído hasta aquí.

—Pues ya os estáis marchando. Esto es un lugar de culto, no de yincanas.

—Pero mamá...

—¡Allí!

Uno de los amigos ha visto el globo. El grupo se revoluciona, señala, envía mensajes, hace fotos. Nada que hacer, por mucho que Salu se empeñe en convencerlos. Además, siguen entrando jóvenes excitados, que empujan a los que ya están dentro hacia el espacio central. Entre todos ellos se abren paso como pueden nuevos policías locales, avisados por sus desbordados compañeros.

Desde el atril, don Ernesto clama en el desierto.

La discusión con Almudena y sus amigos le cuesta a Salu un violento ataque de tos. Vista la futilidad del esfuerzo y el dolor que le provoca, decide salir a la calle. Necesita beber agua, chupar una pastilla, respirar aire limpio y, sobre todo, estar callada. Mientras intenta acceder al vestíbulo atiborrado de curiosos que pugnan por entrar, escucha cómo el jefe de la Policía Local anuncia por megafonía que, por la seguridad de todos, va a procederse al desalojo de la iglesia.

Eso anuncia, y a continuación se desata el caos.

Una riada humana arrolla a Salu. De repente, la multitud se ha puesto a chillar, se empuja, se atropella en una loca carrera hacia el interior del templo. Cual deshecho arrojado a la ribera por la riada, Salu es empujada hacia el corredor que circunda el altar mayor por detrás. Aturdida, sin dejar de toser, todavía alcanza a ver un curioso espectáculo por entre las columnas que soportan el ábside: una lluvia de confeti azul oscuro se derrama por todo lo largo y ancho de la cúpula desde el escudo papal.

Salu se lleva las manos a la boca cuando comprende.

Una lluvia de billetes de veinte.

La tos va remitiendo mientras Salu escucha el fragor de la sacrílega batalla campal que tiene lugar ante el altar. Si Jesús levantara la cabeza. Imagina el estupor del párroco, las autoridades y los fieles de bien, entre quienes se encuentran su madre y doña Carmen. Menos mal que Mamen está con ellas, porque tendrán un berrinche para morirse. Con el paso bloqueado por donde ha venido, lo único que se le ocurre es recorrer el ábside para intentar divisarlas desde el ala opuesta.

Nunca, cae en la cuenta al rodear el trono por detrás, lo había visto desde ese lado. Tampoco es que haya mucho que ver: una sobria cortina blanca cierra el hueco que la estructura escalonada deja por encima del nivel elevado que forma el altar mayor. Debe de ser curioso el mecanismo de elevación. En otro momento se pararía a echar un vistazo a las entrañas, pero no ahora que...

Clank.

Salu se detiene en seco. El ruido, un golpe sordo simultáneo a una exclamación ahogada, ha salido del interior del trono.

Ahora sí que no puede evitarlo. Mira a un lado y a otro —no le gustaría que los de la Cofradía sorprendieran su curiosidad—: el corredor está desierto. Nadie, suspira, se resiste al morbo de la batalla. Separa con miramiento ambos lados de la cortina por su abertura central. Un bastidor metálico soporta la plataforma superior del trono, sobre la que descansa la imagen de la Virgen. Por lo que puede ver, un cilindro hidráulico vertical acciona el bastidor, de forma que la plataforma, al ser levantada, va tirando de sucesivos armazones perimetrales, que se despliegan formando el escalonado característico. Un foso contiene el equipo hidráulico, de forma que, una vez desmontado el trono, es posible dejar el mecanismo oculto bajo el nivel del suelo. Así que esto era el trono por dentro: un dispositivo sencillo a la vez que ingenioso. Y curiosamente, a pesar de la exclamación que está segura de haber oído, en su interior no hay nadie.

Clonk.

El ruido se repite, aunque ahora no es el mismo. Este es más grave, más apagado, más lejano. Lo de lejano es un decir, porque Salu está segura de que procede del interior del foso. Arruga la nariz. La estrecha cavidad no parece el sitio donde alguien debería de estar trabajando durante la misa. Por otro lado, desde el primer momento se ha preguntado cómo se las han podido arreglar, quienes quiera que hayan sido, para reventar el globo justo en el momento en que se anunciaba la evacuación de la iglesia. Corren rumores de que el de la calle lo hizo estallar un balín de feria, pero ¿meter una escopeta en la iglesia y que nadie te vea disparar? Difícil, a no ser que...

¿Trabajando, ha dicho?

¿O escondido?

Mira de nuevo a un lado y otro. Inspira hondo. Apoya el pie derecho en el borde del nivel elevado. Introduce medio cuerpo dentro de la cortina. Hay algo en el foso. Tensa los músculos para impulsarse.

—¡Mamá!

—¡Jolín, Almu, qué susto me has dado!

—¡¿Qué haces?!

—Estaba... Nada —balbucea Salu con un hilo de voz—. Solo quería echar un vistazo al...

—¿En serio? —Su hija pone los ojos en blanco—. O sea, nosotras preocupadas por ti, por si te estabas ahogando de tos en algún rincón, y tú, ¿fisgando bajo el trono?

Continuará

Ramón Candelas
Ramón Candelas
Acerca del autor

Nací en Elda en 1960, y, aunque resido en San Sebastián, nunca he dejado de regresar a mi familia, a mis fiestas, a mi pueblo, a mis raíces. Hace dos décadas que me dedico a escribir novelas, la mayor parte de las cuales he publicado de forma independiente. En 2019 fue el turno de "Cuartelillo. Una novela muy festera", inspirada en mi reencuentro con las Fiestas de Moros y Cristianos tras una prolongada ausencia. En aquel momento tuve la voluntad y el acierto de ofrecerla íntegra a todos mis paisanos desde este Valle de Elda tan nuestro, colaboración que fue posible gracias al interés y la buena disposición de la dirección y el personal del semanario. Gracias a ello, las ocho entregas de la novela, publicadas semana a semana al modo de los folletines decimonónicos, han alcanzado a varios miles de lectores, número que seis años después continúa creciendo.

Hoy vuelvo con el mismo ánimo para presentaros "La traca. Una novela muy eldera". Una nueva novela costumbrista y de intriga protagonizada por Salu Amat, ambientada esta vez durante el transcurso de nuestras entrañables Fiestas Mayores. Espero que a lo largo de las once entregas que completarán la serie volváis a divertiros, a sufrir, a reíros, a indignaros y, sobre todo, a emocionaros con las peripecias de Salu y sus amigos.

Buena lectura, asiduos del Valle.

"Cuartelillo" puede leerse en la web de Valle de Elda, en el blog del mismo nombre: https://www.valledeelda.com/blogs/cuartelillo.html

Más información sobre el autor y su obra en: https://www.rbscandelas.es

Leer más

Bloqueador de anuncios detectado

Por favor, desactiva el bloqueador de anuncios o añade www.valledeelda.com a la lista de autorizados para seguir navegando por nuestra web.

Volver a cargar

Las cookies son importantes para ti, influyen en tu experiencia de navegación. Usamos cookies técnicas y analíticas. Puedes consultar nuestra Política de cookies. Al hacer click en "Aceptar", consientes que todas las cookies se guarden en tu dispositivo o puedes configurarlas o rechazar su uso pulsando en "Configurar".

Aceptar Configurar