La traca. Una novela muy eldera (1)

Sinopsis
Elda, 2024. Fiestas Mayores de septiembre.
Unas pintadas acusadoras, un robo sacrílego, una absurda yincana. Una serie de inesperados y enojosos sucesos amenaza con convertir las Fiestas Mayores de Elda en un caos. Salu Amat, venida para acompañar a su madre durante las festividades y, de paso, para tratar de poner arreglo a su inestable relación con Rafa, se verá involucrada en la resolución de estos misteriosos sucesos, como ya sucediera cinco años atrás con la desaparición de la imagen de san Antón durante los Moros y Cristianos.
Vuelven los entrañables protagonistas de "Cuartelillo" a verse mezclados en una intriga que va a poner patas arriba la ciudad entera, trayendo de cabeza a sus autoridades civiles, eclesiásticas y policiales, incapaces de contener una creciente marea de ciudadanos y forasteros desaforados, hábilmente manipulados por anónimos mensajes desde las redes sociales.
* * *
Prólogo
Dieciséis meses antes. Mayo de 2023
Vicente Camuñas se lleva las manos a la cabeza. En la base del angosto túnel de bóveda de cañón, justo antes del comienzo de la escalera que conduce a la salida cegada de la calle Iglesia, la pared de ladrillo visto presenta un boquete por donde bien podría deslizarse una persona delgada. En el suelo de cemento en bruto, recién barrido para la inminente entrega de la obra, fragmentos de ladrillo y mortero forman un pulverulento montón para desdoro del rehabilitado refugio antiaéreo.
—¡Me cagüen...! —exclama—. ¡¿Y eso?!
—Eso es lo que quería enseñarte, jefe —dice Domingo Moaña, su capataz, con aire resignado—. Esta mañana, maniobrando con la carretilla para retirar los aperos y el material sobrante, Mohammed y Boris han golpeado la base del muro. —Moaña, el cuerpo menudo y ágil, simula la maniobra con los hombros elevados y los brazos extendidos—. Ya ves el poco espacio que hay aquí, y... Un toquecito de nada ¿eh?, pero el tabique debía de estar apoyado en falso y se ha venido abajo.
—¿Tabique?
—Eso parece. Detrás hay un hermoso hueco, mira.
Tiende una linterna al jefe de obra, que este emboca agachándose casi a ras del suelo y metiendo la cabeza por el agujero. A la izquierda y de frente, más revestimiento de ladrillo, como a un metro de distancia. Se diría un nicho oculto excavado en la roca, de no ser porque, hacia la derecha, el haz luminoso recorre sin solución de continuidad la pared de ladrillo hasta acabar perdiéndose en la negrura.
—¿Otro túnel?... ¡Mierda! —exclama, tan contrariado como sorprendido—. ¿Cómo es posible que nadie lo haya detectado hasta ahora?
—¿Quién iba a imaginarlo? Se supone que los técnicos hicieron sus catas, sus estudios de georradar, su proyecto —dice el capataz, echando balones fuera—. Nosotros somos unos mandados.
Suspira el jefe de obra. Hace un año, durante los trabajos de reforma de la plaza de Arriba, el terreno cedió bajo la rueda de una retroexcavadora. El socavón resultante reveló la escalera de bajada a un antiguo túnel, que enseguida fue identificado como un refugio antiaéreo excavado durante la Guerra Civil, cuya existencia ya conocían los cronistas de la Ciudad. Entonces el proyecto de la plaza, a petición de los técnicos municipales, hubo de ser modificado sobre la marcha para realizar un primer desescombro e incluir una marquesina de entrada al túnel; y no fue hasta hace tres meses, por cuestiones burocráticas y administrativas, que la empresa constructora pudo acometer la reforma integral del refugio, incluyendo modernas instalaciones de iluminación, ventilación y seguridad.
Consulta Camuñas su reloj de pulsera. Mira valorativamente el boquete, del que sale un tufo a aire rancio, cargado de humedad. Muy interesante, si no fuera porque al día siguiente está prevista la visita de fin de obra, y porque a él le urge volver con la certificación en el bolsillo a la central en Valencia, donde lo esperan como agua del mes en curso —de mayo, o sea—, para que le meta un arreón a otra obra municipal en este frenesí que, para cualquier constructora que trabaje para la administración, supone hallarse a un mes de unas elecciones.
—Escucha, Domingo: mañana vienen la secretaria autonómica, el alcalde, el concejal, los técnicos municipales y el sursuncorda, y yo ya voy tarde para preparar la visita con Pastor, el jefe de Servicios Públicos. —Se rasca la barba enmarañada—. ¿Mohammed y Boris, has dicho? Menuda pareja. —Sacude la cabeza de derecha a izquierda. Buenos currantes, el marroquí y el bosnio, si no les da por discutir entre ellos—. Bueno, pues que vengan con una artesa y con ladrillos y que me tapen el hueco este.
Moaña frunce el ceño.
—¿Vamos a taparlo así, sin más?
—¿Qué quieres? Si se enteran de esto los arqueólogos municipales, Dios no lo permita, podemos olvidarnos del certificado: nos pararán la obra, aunque esté ya acabada, para investigar a sus anchas. —Camuñas hace un ademán que quiere abarcar el túnel entero—. Acuérdate, si no, del lío que montaron cuando se descubrió esto. Y vete a saber lo que encuentran ahora. Así que tú veras: te quedas en Elda sin fecha hasta que se aclare todo, o te coges unos días de permiso, te haces una buena escapada a Pontevedra, y luego a otra cosa, mariposa.
Como esperaba, es mentarle el terruño a su capataz y echar este chiribitas por los ojos.
—Tapamos, pues.
—Muy bien. Me vigilas a Mohammed y a Boris en persona, que hagan un trabajo fino; y luego traes un deshumidificador. Mañana no puede notarse el cemento húmedo, que Pastor es perro viejo. Y Domingo... ni una palabra de esto. Díselo bien clarito a esos dos.
—Voy volando.
Volando voy, volando vengo, Moaña se encuentra con que los currantes acaban de hincar el diente a sus bocadillos. Nada que hacer hasta que acabe la media hora reglamentaria, que, fumeque incluido, invariablemente acaba convertida en cuarenta o cuarenta y cinco minutos. Sin embargo, el capataz no tiene hambre. Le pica más la curiosidad, y tampoco se fía de que algún entrometido del Ayuntamiento venga a meter la nariz en el túnel, ahora que se ha corrido la voz de que la obra está acabada. Tras impartir instrucciones a sus hombres, pasa por la caseta de obra, coge un detector de gases para espacios confinados y baja de nuevo al refugio, dispuesto a esperarlos allí y a echar, de paso, un vistazo al otro lado del boquete.
Acero corten, hormigón y cristal con aires de moderna boca de un metro inexistente. Camuñas tiene razón, se dice mientras penetra en la flamante marquesina que da acceso al refugio. Mañana todo ha de estar impecable. Que no les pongan pegas, o que les pongan las menos posibles para que puedan dar por finalizada esta obra que, con la historia añadida del refugio, se ha prolongado varios meses más de lo previsto, teniéndolo a él atado a una población levantina donde la morriña de su tierra natal no podía ser más fuerte: aquí nunca llueve, apenas hay verde y no se respira la brisa del mar.
Baja la escalera en ángulo recto que se adentra en el subsuelo eldense. Cuarenta y seis peldaños de cemento y piedra desbastada. Nueve metros de profundidad. Recuerda cómo se hallaba el túnel la primera vez que bajaron, llenos de aprensión por lo que pudieran encontrar y recelosos de que hubiera emanaciones de gas: el aire, viciado, cargado de humedad; el suelo, embarrado aquí y allá; los ladrillos de la bóveda, desprendidos por doquier; la escalera, llena de ripio; los soportes del antiguo tendido eléctrico, corroídos.
No ha sido fácil ni agradable revertir todo eso, acarreando equipo y material por unas escaleras angostas y unos túneles estrechos donde los hombres se estorbaban unos a otros, como en las películas de submarinos. Incluso algún ataque de claustrofobia tuvieron entre el personal, antes de que la instalación eléctrica de obra estuviese conectada; y más de un operario se negó a trabajar en aquel agujero. Mientras recorre el medio centenar de metros de túnel que transcurren por debajo de la plaza hasta la encrucijada, Moaña se siente satisfecho del trabajo realizado. Varios meses de ventilación forzada han secado la humedad y limpiado la atmósfera; el revestimiento de fábrica luce completo, conservando el ladrillo y el revoco originales en la medida de lo posible; y la iluminación continua dirigida hacia el suelo, a base de una tira led oculta instalada sobre la pared izquierda, a la altura de la rodilla, proporciona un ambiente cálido, evocador a la vez que moderno, en contraste con la rudeza de los materiales y la terrible realidad del propósito original de la construcción.
En la encrucijada, situada bajo la confluencia de la plaza del Sagrado Corazón con la calle Iglesia, el túnel se divide en dos ramales. El derecho transcurre bajo el callejón en que se convierte la calle hasta desembocar en la plaza de la Constitución. Allí tuerce de nuevo a la derecha para llegar hasta la entrada situada ante la fachada del Ayuntamiento, conformado así, junto con el tramo inicial, una especie de gran U que rodea la manzana. El ramal izquierdo es más corto: un apéndice de apenas una docena de metros conduce a la escalera cegada frente a la iglesia de Santa Ana.
Y al dichoso boquete en el muro, que atrae a Moaña como un imán.
En este corto trecho, cuya visita no está prevista por el riesgo de desprendimientos de la bóveda que cubre la escalera, se ha simulado con gran acierto el sistema original de alumbrado, consistente en dos cables al aire que alimentan una hilera de bombillas suspendidas del techo. Visto desde la encrucijada, el tramo ofrece un realista aspecto de época, aun siendo evidente que modernas bombillas led —la economía y el medio ambiente obligan— sustituyen a las antiguas incandescentes.
Moaña enciende la linterna frontal, se ajusta bien el casco y comprueba que el detector de gases funciona. Su cuerpo flexible y enjuto le permite atravesar el boquete sin dificultad. Al incorporarse al otro lado, el haz de luz blanca se pierde en la oscuridad. El capataz sabe que es peligroso aventurarse solo en un espacio confinado, y más si se trata de territorio inexplorado: puede haber gases inflamables, escasez de oxígeno, exceso de monóxido de carbono, de sulfuro de hidrógeno. Pero el túnel excita su curiosidad de una forma que no sabe explicar. Traga saliva. Un vistazo rápido, sin asumir riesgos. A la menor oscilación del detector, al menor síntoma de debilidad estructural en la bóveda, media vuelta y se acabó.
Extrañamente, transcurridos unos primeros metros en que el túnel asemeja en deterioro al otro, antes de la restauración, la cosa cambia. La humedad, el barro y los desconchones desaparecen, quizá porque, según calcula Moaña, discurre bajo la iglesia, protegido de filtraciones. El aire sigue viciado, pero menos. El detector no se inmuta. La bóveda se ve bien conservada, al igual que los soportes metálicos y los casquillos cerámicos de las antiguas bombillas, alguna de las cuales se conserva en su sitio, incluso, opacada por el polvo.
El capataz cuenta los pasos: veinte, treinta, cuarenta, hasta que un vetusto portón de madera carcomida y cuarterones agrietados le cierra el paso. «Le cierra» es mucho decir, pues basta una leve presión sobre la herrumbrosa manilla para que se desmorone la jamba carcomida que soporta la cerradura. Al otro lado hay una amplia estancia circular, que la frontal apenas alcanza a iluminar de lado a lado. El piso es de mortero basto; los muros, de sillería sin revocar. El techo abovedado se eleva unos buenos cinco o seis metros sobre el suelo.
¿Una antigua cripta? Moaña tiene entendido que los rojos saquearon e incendiaron la iglesia durante la Guerra Civil, y que esta hubo de ser demolida y reconstruida durante los años cuarenta. No hay en la estancia, sin embargo, más puerta de acceso que la que da al túnel; como si hubieran ignorado la cripta al reconstruir la iglesia. Lo que sí hay son viejos trastos arrumbados y herrumbrados, cubiertos de polvo y telarañas: sillas y escaños de altos respaldos, madera carcomida y terciopelo deshecho; un par de confesionarios en similar estado; varios facistoles para los libros de salmos, y atriles de latón para las Sagradas Escrituras, candeleros, ciriales, espejos con el azogue renegrido, y hasta un palio procesional de ocho varas, de cuya tela apenas quedan maltrechos jirones.
Dos grandes arcones llaman la atención del capataz: están hechos de madera en bruto, sin pulir ni barnizar. Con gran esfuerzo, levanta la tapa del primero y consigue iluminar su interior con la frontal: telas y tapices enrollados. Nada que a simple vista parezca valioso. Bah. ¿Y el otro? La pesada tapa está agarrotada; imposible moverla. Moaña encoge los hombros. Será más de lo mismo; pero el jefe de obra no va descaminado: si se enteran los arqueólogos, la liarán parda. Adiós al fin de obra mañana. Peor aún: querrán hacer una ampliación de la actual, y él tendrá que chuparse varios meses más bajo tierra, lejos de la lluvia, de los verdes prados y de su ría. Menea la cabeza el capataz. Que conste que se siente bien valorado en la empresa y a gusto con Camuñas, un jefe eficiente y cabal; pero lleva tiempo meditándolo, y por fin se ha decidido: se busca trabajo en una constructora gallega, aunque el salario sea peor.
El silencio de sus cavilaciones permite a Moaña percibir un sonido lejano, cuyo origen no acierta a discernir. ¿Sus hombres lo buscan? Consulta el reloj de pulsera. Chasca la lengua. Todavía no. Además, se trata de algo armonioso; música, tal vez. Se da una vuelta por la estancia afinando el oído, hasta comprobar que el sonido proviene del extremo opuesto a la entrada. Antes no se ha dado cuenta, pero tras el palio se ve un trozo de pared revocado en cemento bruto. ¿Una antigua puerta? Tal vez. Golpea la pared con los nudillos. El sonido revela, en efecto, que se trata de un tabique delgado. Y la oreja pegada al revoco le permite, ahora sí, reconocer una lejana música de órgano. Curioso. Consulta de nuevo el reloj. Mejor regresa, no vaya a ser que el marroquí y el bosnio tapien el boquete con su capataz dentro.
Mientras persigue el haz de su linterna por el angosto túnel, a Moaña le asalta un pensamiento extraño: ¿son imaginaciones suyas, o es cierto que los dos arcones de madera en bruto, a diferencia del resto de enseres, no presentan signos de podredumbre o carcoma?
* * *
Pregón
Viernes, 6 de septiembre de 2024. 08:10 h.
—¿Alguien tiene una idea sobre quién puede haber cometido este desmán? —pregunta Julio Maestre con voz desabrida.
Pantalón de chándal, sudadera deportiva, el pelo revuelto, el rostro sin afeitar. Para hallarse sentado tras el escritorio de su despacho, el alcalde de Elda presenta un aspecto poco ortodoxo. No en vano lo han hecho venir con urgencia a la casa consistorial mientras hacía su footing matinal por el río. Sin ducharse y con un monumental cabreo por único desayuno, inmediatamente ha convocado a los ediles afectados por el tema, la mayoría de los cuales también está en ayunas.
—En la casa todo está en calma, Julio —dice con gesto impotente Ramiro Beltrán, concejal de Presidencia y Espacio Público—. Nadie tiene reivindicaciones pendientes: empleados, policías locales, contratas de limpieza, de jardines, de basuras... Todos están tranquilos. No me lo explico, la verdad.
—Y ponernos así la fachada el día del pregón, justo cuando va a ser contemplada por todos los eldenses —sacude la cabeza Eladio Bernabé, concejal de Bienestar Social y Fiestas—, denota muy mala fe.
—Ya te digo —coincide Joaquín Romero, el edil de Seguridad Ciudadana—. Lo han hecho a propósito para jodernos bien.
—Pues van a conseguirlo enseguida —se exaspera el alcalde—: ya veréis lo que tarda la oposición, con Laureano Valor a la cabeza, en exigir explicaciones. ¿Se ha puesto tu gente a ello, Ramiro?
—Pastor está reuniendo una brigada de limpieza a toda prisa. Si alguien puede arreglar este desaguisado, es él.
—Habrá que poner vigilancia esta noche, Joaquín, para que no se repita.
—Y no solo esta noche —precisa el aludido—: mientras duren las Fiestas, por lo menos.
Apoya Julio Maestre los codos en la mesa. Se sujeta la cabeza con las manos, como si le doliese la cabeza; que comienza a dolerle, para mayor fastidio. Suspira. Pues sí que empiezan bien las Fiestas Mayores.
—Gracias, muchachos; id a desayunar. Y esperemos que esta tarde todo vaya bien. —Levanta la mirada hacia al edil de Presidencia, al tiempo que se incorpora pesadamente—. Ramiro, quédate un momento, por favor. Vamos a redactar un comunicado de prensa.
Mientras los demás salen, el alcalde, las manos en los bolsillos de la sudadera, pasea nervioso alrededor de la mesa de reuniones. Su mirada recorre los objetos que adornan el que se convirtiera en su despacho cinco años atrás: el retrato enmarcado de Felipe VI sobre la pared; el de sobremesa con su esposa, con la cara menos redondita ella, con más pelo él, cogidos de la cintura el día de su primera victoria electoral; otro más reciente abrazándose con Ramiro, de cuando celebraban la segunda; y las banderas local, autonómica y nacional, una panoplia de diplomas y placas conmemorativas, la vara de mando, el tablero de ajedrez en que simula partidas cuando necesita descomprimir. Se acerca a la cafetera de cápsulas, su único vicio declarado, mientras se cuestiona si el órdago lanzado por él mismo y por Ramiro no se les ha quedado grande.
—¿Estás pensando lo mismo que yo? —pregunta a su compañero.
—¿Que alguien puede estar interesado en desacreditar lo nuestro? —adivina este—. ¿Que hay quien juega sucio?
El regidor comprueba el nivel del agua. Introduce una cápsula. Hace un gesto al concejal, quien acepta el ofrecimiento implícito.
—No sé —responde al fin, al tiempo que acciona el interruptor—. Los intereses en juego son muy grandes, eso está claro. ¿Tanto como para pelear sucio? Quizá. Pero en ese caso... Me preocupa, Ramiro. Ya sabes que cualquier tropiezo, cualquier mancha en nuestra credibilidad, podría dar al traste con la operación.
—Pues algún hijo de puta nos ha manchado bien.
—Sí, de pintura roja. A ver si Pastor consigue adecentarnos la fachada para el pregón, al menos.
Beltrán, un veterano fajado en las juventudes del Partido, cambia el peso de un pie a otro.
—Y hablando de Pastor —dice, visiblemente incómodo—; él es el único aquí, en Elda, que está al tanto de la operación, aparte de nosotros. ¿Crees que podría haberse ido de la lengua?
—Ramón Pastor lleva veinticinco años como técnico del Ayuntamiento, y desde que accedí al cargo no me ha fallado jamás —zanja Maestre, simulando un tajo con el canto de la mano—. En cuanto a los de Petrer, la alcaldesa también tiene una confianza ciega en los suyos. De todos modos, voy a llamarla para que esté prevenida. —Tiende la taza de expreso al edil de Presidencia, y luego coloca una segunda cápsula para sí—. No saquemos conclusiones precipitadas, Ramiro. Mientras no se demuestre lo contrario, vamos a pensar que esto es obra de un descerebrado —concluye con un nuevo suspiro.
* * *
Viernes, 6 de septiembre. 10:45 h.
¡ELDA, CORRUPTA!
¡ALCALDE, DIMISIÓN!
¡LOS ELDENSES NO MERECEN ESTO!
De piedra se queda María Salud Amat —Salud para su madre, Salu para el resto del mundo— al ver cómo han enmarranado la fachada del ayuntamiento, que una cuadrilla de operarios, bajo la displicente mirada de dos guardias municipales, se esfuerza en limpiar con disolvente, cepillos y máquinas de agua a presión. Las letras rojas de dos o tres palmos de altura, trazadas a espray con pulso desmañado y profusión de churretones, cubren de punta a punta el friso color crema situado en la base de las ventanas. Parecen resistirse bajo el creciente calor de la mañana, que comienza a endurecer la pintura. En contraste, y estorbándose unos a otros, otros operarios se afanan desde una plataforma elevadora en engalanar el balcón principal, desde el que esa noche, a las once, se recitará el pregón que dará comienzo a las Fiestas Mayores.
Salu, estatura media, corta melena castaña, facciones suavemente redondeadas, frunce el ceño sobre sus ojos marrones y vivaces. Si ve el desaguisado don Carlos, el padre de Mamen y pregonero este año, le da un síncope, piensa. Tentada está de hacer una foto para su mejor amiga, pero se reprime. En lugar de ello, entra en El Cafetín, que es a lo que venía: a tomarse un cortado antes de dirigirse a la iglesia de Santa Ana. Nada más sentarse en la barra, un hombre de edad parecida a la suya, alto y desgarbado, se levanta de su taburete y se dirige a ella con una sonrisa de oreja a oreja.
—¿Salu?
—¡Juanma!... ¡Qué alegría!
Abrazo. Beso. Beso. Resulta evidente que el contento es recíproco.
—Mamen ya me ha dicho que llegaste ayer. ¡Últimamente no te pierdes unas fiestas! —bromea Juanma Rico, el marido de su amiga.
—Y menos, estas. ¡Por nada me perdería el pregón de tu suegro!
Pone él los ojos en blanco.
—No me hables. Menuda faena nos han hecho. —Dirige un gesto hacia la calle—. ¿Has visto?
—He visto. ¿Se sabe quién ha sido?
—Ni idea. —Extiende la mano hacia el hombre con quien conversaba—. Mira, te presento a un compañero del Ayuntamiento: Ramón Pastor, el jefe de Servicios Públicos Ambientales. Él es quien se está comiendo el marrón de las pintadas. Yo lo ayudo a mi manera —añade, sonriente—: invitándolo a café. Ella es Salu Amat, Ramón; una amiga que vive en Madrid. Pero eldense de pura cepa, ¿eh?, no te vayas a creer.
Salu estrecha la mano que le tiende un tipo fornido, de rostro curtido y expresión amable, al friso de la cincuentena.
—Tú eres la heroína de san Antón, ¿no? —la reconoce este, mirándola con curiosidad—. Juanma me ha hablado de ti.
Salu enarca una ceja en dirección a su amigo.
—¿Heroína?
—Mujer —encoge los hombros Juanma—, reconoce que tuviste un papel en el asunto del Santo.
—Hum —tuerce el gesto ella—. No sé si ayudó gran cosa, mi papel. Oye, ¿y a qué viene lo de las pintadas? —añade para evitar un tema que siempre la incomoda—. ¿Es que hay algo turbio en el Ayuntamiento?
Niega Juanma con la cabeza.
—En absoluto. El alcalde es una persona íntegra, y el Ayuntamiento está limpio de toda sospecha de corruptelas, ¿verdad, Ramón?
—Si lo dices tú, que eres el interventor municipal, no hay más que hablar —responde el jefe de Servicios Públicos.
—Pues eso, que da la impresión de tratarse de algún resentido. A saber. ¿Cortado, Salu?
—Por favor.
Juanma acerca un taburete para su amiga, pide el café y deja un billete de diez sobre el mostrador.
—Ramón me hablaba de sus últimas batallas. Aquí donde lo ves, ha estado detrás de muchas de las obras del pueblo, ¿sabes?: la plaza Castelar, la plaza de Arriba, el refugio antiaéreo...
—¿El refugio? —Salu abre mucho los ojos—. He oído hablar de él a menudo, pero no conozco a nadie que lo haya visitado. ¿Se puede?
—Qué va —responde el técnico—. Todavía no se ha abierto al público. Está pendiente de realizar un proyecto museístico que lo ponga en contexto y de organizar unas visitas guiadas.
—Precisamente —lo interrumpe Juanma— estaba intentando convencer a Ramón de que nos haga una visita privada a Mamen y a mí. Podrías apuntarte tú también, si tienes curiosidad. Y si él accede, claro.
Se rasca el aludido la nuca de cabello entrecano.
—Ya sabes que no está permitido. Hay riesgos.
—¡Ya estamos! ¿Pero qué riesgos ni qué niño muerto? —protesta el otro—. ¿No está dotado de luz, ventilación y todas las medidas de seguridad preceptivas?
—Por supuesto; pero, aun así, es una responsabilidad.
—Claro que me gustaría visitarlo, Juanma —interviene Salu—; pero no deberías poner a tu compañero en un compromiso.
—Te agradezco tu comprensión, Salu —dice Pastor, visiblemente aliviado—. A veces me resulta difícil convencer a este cenutrio de las cosas más obvias.
Palmea el cenutrio el hombro de su compañero.
—Tienes razón, Ramón —admite con un suspiro—. ¿Otro café? —ofrece, a modo de desagravio.
—Na —rechaza el técnico, levantándose—. Me voy a ver cómo va la limpieza. Luego he quedado con unos pintores: un par de manos de pintura crema, y espero que la marranada esa no se note por la noche.
Juanma consulta su reloj de pulsera.
—Yo también he de regresar a la oficina —dice.
—¿Mamen está en el Centro de Salud? —le pregunta su amiga.
—Sí, esta semana está de mañanas, y la que viene, de tardes; pero tiene todas las Fiestas libres. Nos vemos luego, ¿no?
—A cenar, sí. Viene Rafa.
—Estupendo. Oye, y de Almudena, ¿qué me cuentas?
—Llega esta tarde en el AVE.
—Qué bien; ya tengo ganas de volver a verla. Por cierto, se me hace raro verte tomando un café aquí, tan lejos de tu casa.
—Es que voy a la iglesia. A las doce visten a la Virgen, y tengo interés por ver el acto. Ya sabes que mi madre fue camarera durante muchos años.
* * *
Viernes, 6 de septiembre. 11:30 h.
Un agradable frescor reina en el interior del templo, donde un animado bullicio sustituye al recogimiento habitual. Varias decenas de devotos y curiosos se han acercado para contemplar un acto que cada año suscita más el interés del público.
Cuando llega Salu, las imágenes de los Santos Patronos ya reposan en sus respectivas peanas procesionales, la una junto a la otra. Contempla la atormentada figura nervuda del Cristo, la serena mirada de la Virgen, las regordetas facciones del Niño, todas ellas arrancadas a la madera por el renombrado Pío Mollar, el mismo artista valenciano cuyas hábiles manos esculpieran al patrón de los Moros y Cristianos. En ese momento, sobre el miriñaque que ha de dar forma al pesado manto, las camareras se afanan en poner una amplia enagua a la dorada imagen de María, etérea sobre una nube blanca que parece emanar de su peana. Una lástima, se dice Salu, haberse entretenido en El Cafetín con Juanma y su compañero, pues su madre le había recomendado que no se perdiese la delicada maniobra de descender a la Virgen de su camarín por una angosta escalera de techo bajo, que obliga a hacer penosos equilibrios a dos fornidos devotos de la Patrona.
Se para al borde de la zona reservada, observando las evoluciones de la docena de mujeres de delantal celeste hasta que reconoce, por la descripción que le ha dado su madre, el elegante cabello corto, liso y blanco de Paquita Azorín.
—Ay, hija, no sabes cómo sentí lo de tu padre —dice la camarera mayor, una vez que Salu se le ha presentado—. Un hombre tan amable, tan instruido... Y mira que era guapo, don Paco; se nota que le has salido a él.
—Gracias, doña Paquita.
Hace la camarera un gesto desdeñoso.
—Paquita a secas, por favor. Maldita COVID... A mí se me llevó un hermano, ¿sabes?
—Lo siento.
—¿Remeditos no viene?
—Quería hacerlo, pero no creo que le vaya a dar tiempo. La he dejado en la cocina, haciendo el caldo. Es esclava de sus rellenos, que cada año le llevan más tiempo. Pero eso sí: no hay quien se los quite de la cabeza.
—Los dichosos rellenos —suspira la camarera—. Yo me meteré en faena mañana. Cada año digo que va a ser el último, y luego... ya ves. A los jóvenes os gusta comerlos, pero la cocina ya es otra cosa.
—Es que dan tanto trabajo...
—Pues no estoy segura de que sobrevivan a nuestra generación, mira lo que te digo... Ah, ahí veo a Regino —se interrumpe a sí misma—, nuestro presidente. Déjame que te lo presente. —Doña Paquita hace señas a un hombre enjuto, de abundante pelo entrecano y rostro afable, quien se acerca sin dejar de asentirle a su móvil—. Esta es Salu —le dice cuando el otro cuelga—, la hija de Remeditos y Paco, que vive en Madrid.
—Caramba, chiquilla, cuánto tiempo ha pasado —dice Regino Gonzálvez, presidente de la Cofradía de los Santos Patronos, mostrando una dentadura muy blanca—. Me acuerdo de la niña con trenzas que solía acompañar a Remedios en la procesión.
Salu eleva la mirada al techo.
—Uf, me habla usted de la prehistoria, don Regino —dice con una sonrisa—, cuando yo era una cría. Desde entonces he tenido tiempo de estudiar una carrera, casarme y criar una hija que ya tiene veintisiete.
—Y enviudar, pobrecita —apunta la camarera mayor.
—Bueno, pero eso fue hace años, también —quita hierro Salu.
—Me ha dicho Remeditos que a Salu le gustaría conocer el Museo Parroquial, Regino. ¿Tú podrías...?
—Por supuesto. —El presidente señala con la barbilla hacia la estancia situada bajo la torre izquierda de la iglesia—. Ven conmigo, Salu. Precisamente he de abrirlo para que las camareras puedan sacar las joyas. ¿Vienes tú también, Paquita?
—Voy.
El barullo reinante en la iglesia se convierte en placentera quietud cuando Paquita Azorín cierra tras ella la pesada puerta del recinto cuadrangular. Un espacio recogido y coqueto, donde el tiempo se detiene en las vitrinas que recubren las paredes y en los estandartes de la Virgen y el Cristo que cuelgan sobre aquellas, el conjunto presidido por un luminoso óleo de Gastón Castelló que representa el Bautismo de Jesús.
—Esto era el antiguo baptisterio. —Gonzálvez abarca la estancia con un gesto de la mano—. Aquí, en el centro, estaba la pila bautismal —explica, indicando el lugar que ocupa una custodia procesional—; la que ahora se halla en un lateral del Altar Mayor.
—Es probable que tú fueras bautizada en ella —apunta doña Paquita.
—Ya lo creo —Salu cabecea un asentimiento—. En el álbum de mi niñez hay fotos que lo atestiguan.
—Bueno —continúa el presidente—, pues el caso es que en los años ochenta se decidió reconvertir este espacio en museo para una mejor conservación de las obras de arte y objetos religiosos, incluyendo los pocos que habían sobrevivido a la Guerra Civil.
—¿No fueron todos destruidos? —se extraña Salu.
—Casi. Algunas piezas perduran porque hubo quien se las llevó antes de la quema del templo y las escondió. Naturalmente, no todas aparecieron luego, pero... Mira, aquí tenemos esta Virgen, por ejemplo.
Regino Gonzálvez señala una talla policromada de María con el Niño, ambos representados con sendos mantos azul celeste, ella flotando sobre una nube blanca, él con un orbe en la mano, los dos con beatífica expresión. La iconografía le resulta a Salu inconfundible.
—No sabía que hubiera otra imagen de la Virgen de la Salud —dice.
—Esta es de principios del siglo XX, la más antigua que se conserva —comenta la camarera mayor.
—En efecto —ratifica Gonzálvez—. Presidía la capilla del antiguo Hospital Municipal. Cuando estalló la Guerra, el alcalde, Manuel Bellot, desbordado por la ola de violencia desatada por las organizaciones sindicales, se presentó en el hospital con un albañil de su confianza. Entre los dos trasladaron la imagen al huerto y la tapiaron para que los violentos no la encontrasen. Aunque republicano, Bellot se sentía ante todo eldense, y pensaba que era su deber preservar el patrimonio de su ciudad. De paso, convenció a las monjas de que cambiasen sus hábitos por uniformes de milicianas, gracias a lo cual salvaron la vida y pudieron continuar su labor sanitaria durante la contienda.
—Permiso —lo interrumpe, al entrar, una camarera joven que trae sendas coronas plateadas en las manos—. Vengo a por las doradas, Paquita.
—Claro, Nati. Te abro la vitrina —dice la aludida, desentendiéndose de la visita.
Mientras las camareras intercambian las coronas con otras de reluciente brillo que se conservan bajo llave, Regino Gonzálvez continúa ilustrando a Salu sobre las particularidades de los objetos que guarda el Museo.
—Las coronas plateadas son las de diario —explica—, las que María y el Niño llevan en el camarín; las doradas son las de gala, las que lucen durante las Fiestas...
—Ah, y dice Aurora que llevemos las joyas —le recuerda Nati a Paquita.
—Claro. Voy a abrir la caja fuerte.
—... y este es el famoso manto de Manila, datado en 1883; el único anterior a la Guerra que se conserva.
El presidente llama la atención de Salu sobre un espléndido manto azul pálido recamado en hilo de oro y pedrería, que, desplegado en toda la anchura de una de las vitrinas laterales, destaca sobre el aterciopelado color burdeos de la pared de fondo.
—¡Es magnífico! ¿De Manila, dice?
—Una verdadera joya. Era el séptimo de los mantos de la Virgen, y hasta un siglo después, en 1984, no tuvo ninguno más...
—Qué raro... La caja está abierta. ¿Se han llevado ya las joyas?
—Afuera no estaban hace un momento.
—... fue sufragado por los obreros de la Fábrica de Tabacos de Manila, que contribuyeron con un día de su jornal.
—Explíqueme eso.
—Pues los únicos que tenemos llave somos don Ernesto y yo, y si él las ha sacado, no debería haber dejado la caja abierta. ¡La caja hay que cerrarla siempre, jolín!
—Voy a ver.
—Voy contigo.
—Pues resulta que la fábrica la dirigía entonces don Rafael del Val y Ripoll, natural de Elda y devoto de la Virgen de la Salud. Ese año hubo una epidemia de cólera, una de tantas que asolaban el archipiélago en aquella época, y don Rafael pidió a sus obreros que elevasen plegarias a nuestra Patrona. Como quiera que la enfermedad no causó ninguna baja entre ellos, decidieron regalarle un manto a la Virgen en prueba de gratitud. La tela la donó la esposa de Del Val, a quien, por cierto, se la había regalado la hermana de Emilio Castelar para que se hiciera un vestido.
—Sí que es curioso.
—Ya ves.
—Y los mantos anteriores, ¿no se conservan?
—Ninguno. Solo este sobrevivió a la Guerra.
—¿Cómo fue eso?
—Al parecer, fue salvado del incendio por algún eldense que lo escondió en una caja bajo la escalera del ayuntamiento. Allí permaneció milagrosamente durante el resto de la contienda, sin que lo descubrieran.
—Una vida azarosa, la de este manto.
—Y que lo digas. Ahora ya no se utiliza apenas. Está muy desgastado, necesitado de una restauración. Mira, ese otro es de 2004 —Gonzálvez señala hacia la vitrina de enfrente—, regalado por el Ayuntamiento de Elda. Como ves, lleva el escudo de la ciudad bien visible en el centro, y... ¿Qué ocurre, Paquita?
La camarera mayor está de vuelta, el rostro demudado. Tras ella, en el dintel de la puerta, se agolpan varias camareras con expresión desconcertada.
—¡Las... joyas!... Nadie... las ha visto —balbucea doña Paquita, las manos sobre el corazón, la respiración entrecortada—. No están... en la caja, no están... en el altar, no están...
—¡No están! —resume Nati con un chillido histérico.
Continuará

Nací en Elda en 1960, y, aunque resido en San Sebastián, nunca he dejado de regresar a mi familia, a mis fiestas, a mi pueblo, a mis raíces. Hace dos décadas que me dedico a escribir novelas, la mayor parte de las cuales he publicado de forma independiente. En 2019 fue el turno de "Cuartelillo. Una novela muy festera", inspirada en mi reencuentro con las Fiestas de Moros y Cristianos tras una prolongada ausencia. En aquel momento tuve la voluntad y el acierto de ofrecerla íntegra a todos mis paisanos desde este Valle de Elda tan nuestro, colaboración que fue posible gracias al interés y la buena disposición de la dirección y el personal del semanario. Gracias a ello, las ocho entregas de la novela, publicadas semana a semana al modo de los folletines decimonónicos, han alcanzado a varios miles de lectores, número que seis años después continúa creciendo.
Hoy vuelvo con el mismo ánimo para presentaros "La traca. Una novela muy eldera". Una nueva novela costumbrista y de intriga protagonizada por Salu Amat, ambientada esta vez durante el transcurso de nuestras entrañables Fiestas Mayores. Espero que a lo largo de las once entregas que completarán la serie volváis a divertiros, a sufrir, a reíros, a indignaros y, sobre todo, a emocionaros con las peripecias de Salu y sus amigos.
Buena lectura, asiduos del Valle.
"Cuartelillo" puede leerse en la web de Valle de Elda, en el blog del mismo nombre: https://www.valledeelda.com/blogs/cuartelillo.html
Más información sobre el autor y su obra en: https://www.rbscandelas.es