miércoles, 16 de abril de 2025

La traca. Una novela muy eldera (5)

Marta Ortega
3 abril 2025
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La traca. Una novela muy eldera (5)

Resumen de lo publicado

Tras la insólita aparición de unas pintadas acusadoras en la fachada del Ayuntamiento y el no menos insólito robo de las joyas de la Virgen, sendos tumultos tienen lugar durante el Pregón y durante la Salve del día 7, provocados por una misteriosa yincana convocada en las redes sociales y ante la impotencia de las autoridades políticas y policiales.

En la mañana del día 8, ante el cariz que están tomando los acontecimientos, el gabinete de crisis constituido en el Ayuntamiento debate si suspender los actos más multitudinarios de las Fiestas.

Mientras, Salu apenas se va recuperando del susto sufrido mientras visitaba, con Juanma y el técnico del Ayuntamiento Ramón Pastor, el refugio antiaéreo de la Guerra Civil, donde una densa humareda provocada por algún desaprensivo ha estado a punto de acabar con sus vidas.

 * * *

Verbena

Domingo, 8 de septiembre. 09:40 h.

—Esto se nos va de las manos —dice Emilio Esteve—. Las nuevas pistas de la yincana han comenzado a circular desde muy temprano, y ya hay cientos de personas recorriendo las calles del pueblo.

—Las redes están que echan humo con lo de anoche en Santa Ana —dice Eladio Bernabé, sin despegar la mirada de su móvil—. Por si quedaba alguien sin enterarse, el asunto ha saltado a la prensa digital. Y para más inri, la puta yincana anuncia un premio mayor todavía para hoy. Se especula con que serán billetes de cincuenta, y claro...

—La Policía Nacional va a investigarla —comunica Julio Maestre a los suyos—. Esta mañana, a primera hora, la parroquia y el Ayuntamiento hemos puesto sendas denuncias por alteración de orden público y profanación de lugar de culto. El comisario Tordera me ha prometido hacer todo lo posible por identificar a los organizadores y acabar con este disparate.

El gabinete de crisis se sienta alrededor de la mesa de reuniones de alcaldía. Aunque el jefe de la Policía Local viene hoy afeitado, unas incipientes ojeras revelan su estado de tensión. El concejal de Fiestas, cuyos vaqueros y suéter sport no se corresponden con un día tan señalado, no parece haber pasado mejor noche. El alcalde tampoco va más arreglado. Bebe pequeños sorbos de su café, el tercero de la mañana, preguntándose cuánto tiempo va a durar su estómago sin hacer puf.

A todos les ha quitado el sueño la pelotera que se montó la tarde anterior en la iglesia, cuando una multitud de energúmenos ajenos al culto pugnaba por coger al vuelo los billetes que caían de la cúpula. Antes de que se lograra establecer la normalidad, autoridades y fuerzas del orden tuvieron que emplearse a fondo para calmar los ánimos de los energúmenos y los de los numerosos fieles que se les habían encarado con el bíblico propósito de expulsarlos del templo, mientras dos unidades de Emergencias atendían a media docena de contusionados en la pugna y a otra tanta de afectados por sofocos y crisis de ansiedad. Como resultado, la misa comenzó con una hora de retraso sobre el programa. Y como quiera que don Ernesto, el párroco, no quiso saber nada de suspender la Salve en favor del horario, el programa completo, incluida la suelta de un globo aerostático desde la placeta contigua, se demoró hasta casi las once.

Julio Maestre acabó cenando a las doce de la noche un plato recalentado de las tradicionales pataticas al montón con morcilla de cebolla.

—Mientras tanto, Emilio, ¿qué más podemos hacer nosotros? —inquiere.

El jefe de Policía carraspea. Él se ha bebido su café de dos tragos.

—De momento, he ordenado la reincorporación de todos los agentes libres de servicio —responde—. Vamos a instalar vallas de seguridad en las zonas donde se celebren actos y a controlar el aforo: iglesia, plaza Mayor, plaza Castelar y barraca popular. Pero Julio, vamos a necesitar refuerzos; sobre todo para el concierto de Aitana en la Almafrá.

Joaquín Romero, el concejal de Seguridad Ciudadana, niega con la cabeza.

—Yo soy partidario de suspenderlo —dice—. Se espera que vengan fans de toda la comarca, y eso va a ser incontrolable con refuerzos o sin refuerzos.

—¿Suspenderlo? —El de Fiestas se endereza en su silla—. ¡Pero qué dices, Joaquín!... ¿Tú sabes lo que nos ha costado organizar ese concierto? Ahora mismo, Aitana es lo más.

—Yo estoy con Joaquín —interviene Emilio Esteve—. No queda otra, Eladio. No quiero pensar lo que sucedería si aparece uno de esos jodidos globos ante una masa de cientos de chavales. Sería una irresponsabilidad por nuestra parte.

—Sin contar con la repercusión mediática que tendría un tumulto en un concierto de Aitana —interviene el alcalde— ¿Podemos hacerlo, Eladio? Contractualmente, digo.

Es Romero quien asiente con la cabeza.

—Hay un riesgo claro de desórdenes —dice—. Ya se ha visto anoche y anteanoche, y está denunciado. Es fuerza mayor.

—Ya lo has oído, Eladio —zanja el alcalde—. ¿Puedes negociar un aplazamiento?

El aludido deja escapar un prolongado suspiro.

—Puedo intentarlo, pero no sé —responde, meneando la cabeza a ambos lados—. Estos artistas de primera fila tienen unas agendas...

—¿Y con el de la plaza Castelar? —insiste el concejal de Seguridad.

—¿El tributo a Tina Turner? —El de Fiestas frunce el ceño—. ¿Qué quieres, que suspendamos las Fiestas enteras?

—No, hombre, pero...

—Es un público más reducido, más adulto y tranquilo —dice el jefe de la Local—. Podemos controlarlo con relativa facilidad.

—Pero Emilio —objeta Romero—, si dejamos a los jóvenes sin concierto de Aitana, se irán al de la plaza Castelar.

—Un diyey —dice el alcalde.

—¿Un qué?

—Les ponemos un disyóquey en el barracón y reducimos el aforo a la mitad. Suficiente, puesto que evitamos el efecto llamada de Aitana. Los jóvenes también tienen derecho a divertirse, ¡qué coño!

—Hum. —El concejal de Seguridad ladea la cabeza. Hace girar su taza en el platillo, mientras evalúa pros y contras—. ¿Puedes arreglarlo, Eladio?

—¿Lo del disyóquey? —Nuevo suspiro—. Ya hay programado uno de telonero, de todos modos. No creo que haya problema para que pinche una hora más.

Julio Maestre apura su café. Luego entrelaza las palmas de las manos, las ahueca, sopla en el hueco, se las frota.

—Pues venga, manos a la obra —zanja, haciendo ademán de levantarse—. He de ir a cambiarme para...

—Un momento —lo retiene Joaquín Romero.

—¿Qué pasa?

—Pasa que no hemos hablado de la traca y la procesión. Son dos actos supersensibles: el primero, por multitudinario; y el segundo, por solemne. Ideales para que los de la yincana los conviertan en escenarios de sus barrabasadas.

Concejal y alcalde abren dos pares de ojos como platos.

—¿Quieres suspenderlos también? —preguntan a un tiempo.

—Obviamente.

Bernabé resopla. Maestre resopla y toma asiento de nuevo con pesadez.

—Mira, Joaquín —dice—: la procesión es la esencia de lo religioso en las Fiestas Mayores; la traca, de lo popular. Renunciar a cualquiera de esos dos actos supondría desvirtuar las Fiestas, descafeinarlas, des...

—Sin contar con que el clero pondría el grito en el cielo —abunda el edil de Fiestas—. Ya oíste ayer a don Ernesto: ni hablar de suspender los oficios por culpa de unos descerebrados anónimos. Pues imagínate, si pretendes tocarle la procesión.

—Y no te cuento, la traca —silba el alcalde—. El pueblo se nos amotina.

—Puede, pero si ayer hubo contusionados en la iglesia, imaginaos lo que podría ser un tumulto en la traca. Y os recuerdo que la seguridad ciudadana es responsabilidad nuestra, no de don Ernesto.

Emilio Esteve, que se levantó a la vez que Julio Maestre y ha optado por estirar las piernas mientras acaba la reunión, llama la atención del resto con unos golpecitos de nudillo en el vidrio de la ventana.

—Daos prisa en decidir algo —apremia, sin dejar de mirar hacia la plaza para mejor disimular un bostezo—. Los de la Comisión de Traca ya deben ir por la plaza Sagasta montándola.

 * * *

Domingo, 8 de septiembre. 14:35 h.

—¿Dónde estás, Almu?

—En la plaza Mayor, abuela. Vamos a tomar un vermú.

—¡¿Ahora?! Te recuerdo que habíamos quedado a las dos y media para comer, y ya pasan.

—Ya lo sé, abuela. Es que lo de los globos se ha retrasado, y Jorge está empeñado en que pruebe un mezclaíco, y...

Si tuviera a su nieta delante, doña Remedios la fulminaría con su mirada.

—¡De eso nada! —brama—. Te vienes para acá pero ya, que estamos todos a la mesa.

—Vale, vale...

Cuelga el móvil. Suspira para sí una frase apagada que contiene un «jóvenes» y un «puntualidad». Tiende su copa a Rafa, que tiene a mano una de las botellas de tinto que don Carlos ha traído envueltas en papel de seda como si fueran un tesoro.

—Anda, hijo —dice—, ponme un dedito del pinosero ese, que tiene una pinta fenomenal. Esperaremos a la niña dándonos a la bebida.

—Mujer, qué melodramática te pones —se burla doña Carmen, dejando escapar una risita—. Un cuarto de hora tampoco va a ninguna parte.

—Puede, pero a mí no me gusta que se haga tan tarde para comer. Yo tengo mis horarios.

—El problema es que hay demasiados actos —dice don Carlos—: la misa, la traca, el globo... Y claro, si luego te quieres tomar un aperitivo, pues te dan las tantas.

—Para mí que deberían adelantar todo el programa —opina Mamen—, empezando por la Misa Mayor. Y, de paso, acortarla, que se hace interminable.

—Huy, calla —la contradice doña Remedios­—. ¿Tú sabes qué bonita es así, cantada, con ese coro y esa orquesta tan maravillosos que tenemos?

—Calculo que hoy el párroco estaría acojonado —dice Juanma con una sonrisa pintada en la cara—, por si aparecía otro globo y se liaba parda. Imaginaos, con todos los curas de la comarca venidos para concelebrar —añade, y la sonrisa da paso a una carcajada.

—No le veo la gracia, hijo —le recrimina su madre—. Lo de ayer fue muy desagradable. Mira a Paquita Azorín, si no, que tuvieron que atenderla por un síncope.

—La pobre —dice doña Remedios con un suspiro—. No me extraña: primero, lo de las joyas, y luego, lo del globito de marras. Menos mal que esta mañana los municipales han espabilado y estaban vigilando las entradas.

—Se temía que pudieran aparecer más globos —afirma Juanma, con la solvencia de quien tiene contactos en el Ayuntamiento—, pero todos los actos han ido transcurriendo con normalidad. Muchos forasteros, que habían venido por el morbo de la yincana, se han vuelto para sus casas, aburridos de que no se moviese nada. Menos mal, porque se ha estado a esto —añade, separando pulgar e índice un centímetro— de suspender todos los actos.

—Por cierto, Carlos, este vino está cojonudo —cambia de tema Rafa.

—Lo sé —dice el aludido—. Es el mejor monastrell de la comarca. Las fasiuras de Remedios no merecen menos.

—Ya estoy ansioso por probarlas.

—Pues yo creo que podemos empezar con el aperitivo —se anima la anfitriona—. Almudena estará al caer, y yo estoy desfallecida.

—Pues venga, Juanma —se anima Mamen—, pasa el salaíco.

La mojama, la hueva y el bacalao inglés comienzan a circular en el mismo momento en que un portazo en el zaguán anuncia la llegada de Almudena. La muchacha se presenta jadeando, la tez colorada. A pesar de su evidente esfuerzo por llegar rápido, doña Remedios la recibe con una pulla.

—Vamos, niña... ¿Te parece bien hacer esperar así a los invitados?

Ignorándola, la nieta se va derecha hacia don Carlos, lo abraza por detrás y le estampa un beso en la mejilla.

—Enhorabuena por el pregón, Carlos —le dice—. Lo hiciste superbién, y no podías haber elegido un tema más motivador. ¡Mis amigos estaban encantados!

—Gracias, cariño —le agradece el pregonero; y luego se dirige a la dueña de la casa, provocando una carcajada general—: Quede constancia, Remedios, de que este invitado da por disculpado el retraso.

La aludida responde con un murmujeo que solo ella entiende, momento que aprovecha Mamen para redirigir la conversación.

—Camiseta de traca, pañuelico azul... Te veo superintegrada, Almu —dice.

—¿Has visto? Me los ha regalado la abuela, a pesar de todo lo que protesta.

—Di que sí, Remedios —tercia doña Carmen—, hay que contribuir a mantener las tradiciones; y, además, lo que sacan con las camisetas es para obras benéficas. ¿Has visto el globo, Almu?

La recién llegada mete mano a la mojama antes de contestar.

—Chulísimo, Carmen —dice, engullendo una fina loncha—. Era de color azul y estaba decorado con dibujos dorados, al estilo de los bordados del manto de la Virgen. Mmm, qué rico está esto. ¿Hay cerveza fría?

—Cada vez los hacen más espectaculares y más seguros —afirma don Carlos—. Hasta les ponen un localizador GPS para recuperarlos y poder reutilizarlos.

—¿Y qué te ha parecido la traca, cariño? —interviene con un hilo de voz Salu, quien apenas ha abierto la boca hasta entonces.

Almudena se sirve del tercio que le acaba de pasar Juanma. Ante la resurrección de su madre, el esmeralda de sus iris cobra intensidad.

—¡Buah! Mola que no veas, mamá —dice—. La hemos esperado en la plaza Sagasta, y desde allí la hemos corrido hasta el Mercado. Ha sido flipante, imaginaos, yo que toda la vida he tenido miedo a los petardos.

—Es una bonita tradición, muy del pueblo —dice don Carlos—. Fue un acierto recuperarla, después de tantos años abandonada.

—¿Ah, sí? ¿Cómo fue eso? —se interesa la joven entre dos sorbos—... ¿Se había perdido?

Salu y Mamen intercambian un guiño. Nada como preguntar sobre folclore eldense a un erudito local para amenizar la comida. Aunque a veces, bien lo saben ellas, haya que cortarle el rollo.

—La costumbre de disparar tracas durante las Fiestas Mayores de Elda se remonta a finales del siglo XIX —comienza don Carlos, en lo que promete ser toda una disertación—. Al principio eran cortitas: lo que daba de sí la plaza de la iglesia, o una vuelta a la manzana. El evento era muy aplaudido; tanto que, poco a poco, se fue alargando el metraje hasta que en los años 20 llegaría a cubrir el recorrido completo de la procesión. Es de suponer que las gentes, empezando por los niños y jóvenes, comenzaron entonces con el juego de ponerse delante del fuego, tratando de aventajar en velocidad a la ristra de petardos. En los años 40 las tracas llegaron a su auge. Se disparaban siete u ocho a lo largo de las Fiestas; recorrían la ciudad entera, la ciudad de entonces, claro, y se anunciaban en los programas con grandilocuencia: «colosal traca detonante», decían, o «sorprendente traca luminosa», o «monumental y artística traca».

—¿Cómo es posible que se perdieran, entonces? —se interesa Juanma.

—El interés popular decayó a finales de los años 60 o principios de los 70, cuando tuvo lugar el auge industrial y la ciudad se pobló de inmigrantes ajenos a la cultura de la pólvora. Además, las calles comenzaron a llenarse de coches particulares. Se dice que muchos ciudadanos comenzaron a quejarse del riesgo que las tracas suponían para sus vehículos. —Don Carlos hace un gesto ambiguo, como si él mismo no creyese mucho en sus propias palabras—. A saber. El caso es que no recuperaríamos la tradición hasta 2002, gracias al empeño de un grupo de ciudadanos eldenses.

—Los Sirokos, una escuadra de los Musulmanes —apunta Rafa, orgulloso de pertenecer a la comparsa.

—Exacto. A la que luego se unieron muchas otras de todas las comparsas —concluye don Carlos, llevándose la copa a los labios.

Mamen y Salu vuelven a cruzar un guiño. La cosa, vienen a decirse, no ha sido para tanto.

Con la sopa cubierta finiquitada y el puchero de pelotas humeando sobre el carrito camarera, se hace imperioso abrir una segunda botella del mejor monastrell de la comarca.

—Y a ti, Salu, ¿se te ha comido la lengua el gato? —inquiere don Carlos, a quien el vino va soltando la suya—. No es habitual verte tan seria.

La aludida cruza una mirada con su madre, quien, cucharón en mano, recoge el testigo.

—Está afónica que no se la oye, Carlos. Por lo del humo del refugio antiaéreo. Pásame el plato, Carmen. ¿Una pelota?

—Suficiente.

—Se ha pasado la noche en el sofá, tosiendo que se ahogaba —explica Rafa—. Esta mañana la he llevado a Urgencias. Se ve que ayer no se cuidó la garganta lo suficiente, y la cosa ha ido a peor. Tardará varios días en recuperarse: tiene los bronquios irritados, la laringe irritada y el amor propio irritado.

Salu corresponde a sus últimas palabras con una mirada asesina. Don Carlos escancia vino en las copas vacías. El cucharón no para de hacer viajes al puchero. Las cucharas tintinean sobre los platos al trocear el relleno para que se enfríe. Nada más eldero que la tradicional comida del 8 de septiembre.

—Para ti, dos. ¿No, Carlos?

—Por favor.

—Todo por tu culpa, Juanma —reprocha doña Carmen a su hijo mientras hinca la cuchara en su fasiura—. ¿A santo de qué tuviste que meterla en el refugio ese?

—El refugio es seguro, mamá, como quedó demostrado. Pero claro, ¿quién iba a pensar que a un desaprensivo se le ocurriría intentar asfixiarnos?... Dos también para mí, Remedios, sí. Por cierto, Salu, que esta mañana me ha llamado Ramón para interesarse por ti. El pobre se siente culpable.

Salu, en voz apenas audible, le pide a Juanma el número de Pastor para tranquilizarlo más tarde. Don Carlos escancia más vino en las copas vacías. Más cucharas tintinean sobre los platos. El cucharón sigue haciendo viajes al puchero.

—A ti, Rafa, ni te pregunto. Dos pelotas.

—Gracias. ¿Se sabe quién fue?

Juanma niega con la cabeza.

—Ni idea. Pásame el limón, Mamen, porfa. La Policía lo está investigando. La inspectora Ángeles Miró está con ello; también con lo de las joyas de la Virgen, creo. ¿Os acordáis de ella? Fue la que se ocupó del secuestro de Salu. Entonces era subinspectora.

—¿Y tú, Almudena?

—Yo sí me acuerdo: fue muy atenta con todos nosotros. ¿Puede ser una y media, abuela?

—Me da a mí —apunta un hilo de voz de ultratumba desde la silla de Salu— que la inspectora Miró va a tener mucha faena estas Fiestas.

 * * *

Domingo, 8 de septiembre. 16:30 h.

El relleno, un éxito: en su punto de sabor, de color, de textura, de esponjosidad. Los comensales han echado flores a las cocineras; estas se las han echado mutuamente. La nieta, calificada como digna aprendiza —y sucesora, esperan todos—de la tradición culinaria más eldense, ha acabado redondeando al alza su ración. Y Rafa ha liquidado la última pelota del puchero ante el regocijo de doña Remedios y las fingidas protestas de Juanma, que pujaba por hacerse con el túper. En cuanto a Salu, lo poco que ha hablado durante la comida le ha sentado fatal. Tos, lagrimeo, mocos. Ha sido tomarse el café, participar callada en el ineluctable brindis por su onomástica y disculparse. No se sentía de humor para una tertulia en que abrir la boca equivaldría a toser.

Así que se ha refugiado en el lugar más fresco de la casa: el señorial vestíbulo de doble altura ideado por su abuelo para darle un aire distinguido, con su gran lucernario en el techo y una elegante escalera de tres tramos en U y barandilla de madera barnizada que da a la galería superior, desde donde se accede a los dormitorios. Al cobijo del amplio tramo central de la escalera se encuentra el rincón favorito de Salu, formado por un Sinaí en desuso decorado con motivos florales, una mesita auxiliar que doña Remedios dedica a la memoria de su Paco —retrato enmarcado y lamparilla mariposa perennemente abastecida de aceite—, y un coqueto sofá de recibir art déco en el que ya no se recibe a nadie, porque ahora las visitas pasan directas a la mesa camilla o al tresillo. De niña, el lugar de la mesita lo ocupaba un macetón con una lustrosa monstera, y ella se refugiaba allí con su Nancy tras las comidas dominicales, cuando los adultos se enfrascaban en interminables tertulias sobre asuntos que ni entendía ni le interesaban. Ahora, aunque sin Nancy, lo utiliza a ratos para evadirse con un libro o con el móvil cuando las telenovelas de su madre la saturan.

Hoy la siesta con que ansiaba compensar la mala noche pasada se ve reducida a una breve cabezada. Al sueño se imponen mil cosas que bullen en su cabeza. Para empezar, la situación entre ella y Rafa, con quien tiene tanto que hablar. Pero si pensaba que una cena con velita al centro en el Ché Ragazzi sería el marco idóneo, la tos la convirtió en un desastre, hasta el punto de tener que abandonar el restaurante a media comida, pues la gente la miraba como si estuviera covidosa. Y si ambos se habían hecho ilusiones de pasar una noche íntima en casa de Rafa, apenas llegaron a intercambiar un arrumaco antes de que la insidiosa tos la obligara a autoexiliarse en el sofá.

Unas Fiestas Mayores de ojos enrojecidos, garganta irritada y pecho dolorido es el planazo que la espera, maldita sea su suerte.

Otra cosa que la desvela es lo del refugio. Desde que ayer por la mañana recuperase la respiración, no puede quitarse un runrún de la cabeza. Intentar asfixiarnos, ha dicho Juanma. Ella no lo ve de esa manera. ¿Por qué alguien iba a querer hacer eso? Pero obligarlos a salir del túnel por algún motivo tendría más sentido; para impedir que viesen algo, por ejemplo. Y desde que ayer por la tarde, justo cuando Almudena la sorprendió fisgando bajo el trono, tuviese una fugaz visión del foso, ha ido elaborando una teoría con pocas certezas y muchas incertidumbres, pero que necesita investigar.

El móvil es un artefacto milagroso. En poco rato, sin moverte del sofá donde sesteas, consigues encontrar varios artículos sobre cualquier tema que te interese; los túneles que perforan el subsuelo de Elda, en este caso. El pasadizo del castillo; Los túneles del Castelar; Historia de los refugios subterráneos de Elda... Para el tercer caramelo de malvavisco de doña Carmen, mano de santo, al decir suyo, para las cosas de garganta, Salu los ha leído todos sin avanzar gran cosa en cuanto a certezas e incertidumbres.

Hora de pasar a la acción.

Hola, Ramón. Me dice Juanma que estás preocupado por mí. No te

apures: en dos o tres días estaré

totalmente recuperada.

Dos minutos de espera que se le hacen dos horas. Inspira hondo mientras tanto. Devuelve una mirada cargada de nostalgia a su padre, que la observa silencioso, como gustaba hacer en vida, desde el marco al que la lamparilla arranca reflejos de plata pulida.

Hola, Salu, Me alegro muchísimo.

No sabes cuánto siento haberte

estropeado las Fiestas.

 

Bah. No es culpa tuya. Por cierto, que he estado leyendo sobre los refugios en Elda y eso. Es un tema muy interesante. ¿No tendrás algún plano del proyecto? Me gustaría echarle un vistazo.

 

En la oficina, seguro. Aquí en casa, no sé. Déjame echar un vistazo en el portátil, a ver.

Tres minutos, que tres horas. Él siempre le mostró una confianza absoluta; siempre estuvo ahí para aconsejarla, reconfortarla o reconvenirla incluso, si alguna vez sus veleidades de juventud lo hicieron necesario.

Dame una dirección de correo

electrónico, que te los paso.

 

Cinco, que cinco. Luego se entusiasmó como un niño grande ante sus estudios en Madrid, su noviazgo, sus planes de boda, su embarazo y cada visita a Elda de su nieta. Y aunque se lo tragó para sí por no entristecer más a su hija, Salu sabe que la pérdida de Félix le afectó como si fuera su propio hijo.

¿Qué me dirías hoy, papá, si te pidiese consejo?

Salu se pasa un dedo por las comisuras de los ojos y aprovecha los cinco minutos para subir a su cuarto y encender el portátil. Ramón cumple: Emplazamiento, Estado anterior, Trabajos a realizar, Instalaciones, etcétera. Salu se deja absorber por la interpretación de los planos —no es que sean complejos, es que lo suyo es la Economía—, de los que no levanta cabeza hasta que escucha voces en el recibidor. Ha de bajar, aunque sea para un mudo saludo a los invitados que se despiden. Pero antes...

Oye, Ramón, ¿no tendrías pensado ir luego a la Salve, por casualidad?

 

La verdad, no, jaja...

 

Es que me gustaría enseñarte algo. Puede que sea importante.

 

¿En la iglesia?

 

Sí. ¿Puedes pasarte a partir de las 18:30h? Yo estaré en misa,

acompañando a mi madre.

 

Ahora sí que me has intrigado.

Estoy de reunión familiar, pero

intentaré escaparme.

 

Gracias. Nos vemos allí.

 * * *

Domingo, 8 de septiembre. 19:35 h.

Salve.

Salve Regina Mater misericordie. Vita, dulcedo, et spes nostra, salve...  

A los acordes de la Orquesta Ciudad de Elda se superponen las voces del Coro de los Santos Patronos. Ajena a la armoniosa cascada sonora que se derrama desde el coro, Salu no hace más que lanzar disimuladas miradas al WhatsApp. La misa ha terminado, la Salve ha comenzado, y Ramón Pastor todavía no ha dado señales de vida. ¿Para esto se ha despedido ella de Rafa, aduciendo que no se encontraba con ganas de nada, y que, todo lo más, acompañaría a su madre a la iglesia, el mejor sitio para permanecer callada?

Con Ramón o sin Ramón, ha de tomar una decisión rápida. Ha de...

Mensaje entrante, por fin.

 

Lo siento, Salu. Mi madre se ha

sentido indispuesta y hemos tenido follón. Intentaré llegar antes de que salga la procesión.

No te preocupes, quédate con ella. Lo importante es que se reponga.

 

El resoplido de Salu hace que doña Remedios se vuelva hacia ella con el ceño fruncido. Por toda disculpa, la hija se limita a coger su bolso.

—Enseguida vuelvo —le dice al oído en un tono apenas audible.

No puede esperar más. Con el comienzo de la Salve, el trono de la Patrona ha comenzado su lento descenso, controlado por el cilindro hidráulico. Para cuando acabe el Villancico, habrá llegado al tope inferior, un nivel que permitirá a los costaleros hacerse con la imagen y en el que es posible que la propia estructura impida acceder al foso. Y Salu habrá perdido su oportunidad.

... et Iesum, benedictum fructum ventris tui. nobis post hoc exsilium ostende...

De momento, no hay nadie en el corredor que circunda el ábside, por detrás del altar mayor. Todo el mundo está pendiente de la Salve. Pero las cortinas ligeramente entreabiertas indican que alguien, técnico o cofrade, ha estado preparando la maniobra en el interior.

Mientras no siga dentro...

Asoma la nariz.

Nadie.

... O clemens, o pia, o dulcis, Virgo María.

Solo espera no encontrar nada. Descartar su corazonada, quedarse tranquila y a otra cosa, mariposa. Y en caso contrario, si sus sospechas tienen algún viso de ser ciertas, buscará a un policía y se las comunicará. Ese es el único proceder prudente. Con los postreros acordes de la obra de Hilarión Eslava, Salu se coloca el bolso en bandolera, da un último vistazo al corredor y se cuela dentro del trono.

 * * *

Domingo, 8 de septiembre. 23:35 h.

Ocho llamadas perdidas de la abuela. ¡Ocho!

—Ahora vengo —grita Almudena a Lola.

—Vale. Aquí estamos.

Se dirige a la parte baja de la plaza, porque el Proud Mary a toda potencia en el escenario, a solo veinte metros de distancia, le parece incompatible con una conversación con su abuela. Lástima que haya de perderse el tema más emblemático de Tina, pero no le queda otra. Sin responder las llamadas de su abuela no es como va a hacerse perdonar el bochornoso comportamiento de sus amigos la tarde anterior, cuando pasaron de la inicial curiosidad a participar de lleno en la tangana de la iglesia. Y eso que ella se chupó luego los oficios completos sentada entre madre y abuela, en un esfuerzo para borrar su mala conciencia.

A los pies de la efigie del ilustre estadista, los decibelios ya son otra cosa. A ver qué bicho le ha picado a la abuela.

Clic en rellamada.

—¡Almudena! Te he llamado un montón de veces.

—Lo acabo de ver. Es que estoy en el concierto de la plaza Castelar, y con el ruido... —se excusa. Total, para qué recordarle que acostumbra a llevar el móvil en silencio—. ¿Qué ocurre?

—Ocurre que no sé nada de tu madre desde que me ha dejado plantada en la iglesia, a mitad de la Salve.

—¿Qué dices?

—Al principio he pensado que le habría vuelto la tos, aunque, la verdad, se ha pasado toda la misa sin toser, y que se habría vuelto para casa, aunque me ha extrañado que no me escribiese ningún mensaje, y entonces, cuando ha terminado el Villancico, me he ido con Carmen a la plaza Sagasta para ver la procesión, como hacemos siempre, y desde allí le he escrito más mensajes a tu madre, a ver cómo se encontraba, pero nada, y al final, preocupada, he llamado a Rafa, a ver si estaba con él, que a lo mejor por eso no estaba pendiente del móvil, ya me entiendes, pero Rafa, que nones, que se habían despedido por la tarde porque ella le había dicho que no le apetecía salir, y que él estaba en el Punto 3 tomando una cerveza con sus amigos, así que me he venido a casa a media procesión, más preocupada todavía, y...

Almudena se aparta el pelo de la cara. Inspira hondo, como si la hubiese dejado sin aliento la parrafada de su abuela. Menos mal que no ha llamado desde arriba, pegada al vozarrón de la émula de Tina.

—Espera, abuela, espera —la corta—... ¿Estás en casa ahora?

—Claro, hija, ¿dónde voy a estar? Aquí estoy, triste y sola, porque tu madre...

—Llego enseguida.

Resopla. Le sabe mal dejarla con la palabra en la boca, pero la buena mujer parece muy nerviosa, y mejor tranquilizarla en presencial que por teléfono.

Además, la casa está a dos manzanas. Llegará en dos minutos, y con suerte podrá volver antes de que acabe el concierto. Y su madre, se dice torciendo el gesto, qué barra tiene: desaparecer así, sin decir nada, sabiendo lo preocupada que está la abuela por ella. Lo más probable es que se haya encontrado con sus amigas y estén de cháchara, que llevan todo el verano sin verse.

Mientras se dirige hacia sus amigos para avisarlos, Proud Mary llega al paroxismo. Se diría que hay más gente que antes, o que está más apelotonada hacia adelante. Los boomers se han soltado el pelo, por supuesto; e incluso los más jóvenes, muchos de los cuales no habrán oído hablar en su vida de Tina Turner, bailan como locos. Para regocijo de unos y otros, un enorme globo burbuja vuela dando botes por encima de las cabezas. Cada vez que cae, un clamor se eleva de los espectadores situados debajo, y hasta los más carrozas, esos que mueven la cabeza sin mover el cuerpo, se estiran para golpearlo y lanzarlo de nuevo al aire.

Ante tamaña agitación, Almudena cambia de idea. Mejor avisa a la panda con un mensaje. Sale por Pi y Margall, y entonces repara en algo de lo que no ha sido consciente mientras hablaba por teléfono: un flujo abundante de chavales excitados sube desde la esquina con Antonino Vera. Algunos corren, otros andan deprisa, todos llevan el móvil en la mano.

—¿Qué pasa?, ¿adónde vais? —espeta a unas quinceañeras jadeantes.

—¡La burbuja, la burbuja! —responden, sin aflojar el paso.

—¡La yincana, la yincana!

Continuará

Marta Ortega
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