“Autor sin libro, escritor sin escrito”
-LO BUENO SI BREVE-
Así calificó Maurice Blanchot a Joseph Joubert (1754- 1824), alguien que murió sin publicar una sola línea de sus pensamientos. En 1838, Chateaubriand editará la primera Colección de pensamientos en cuyo Prefacio resalta que “podremos no estar de acuerdo con Joubert, pero ¿cómo abarcar el poder de su genio? Nunca pensamiento alguno había suscitado tantas dudas a la inteligencia, ni planteado cuestiones tan elevadas, ni inquietado tanto”. Y no le faltaba razón: lejos de las preocupaciones teológicas o del festivo cinismo de los moralistas que le precedieron (Pascal, La Bruyère, La Rochefoucauld…), su visión sobresale por la natural y sutil penetración desplegadas ante cualquier tema tratado, siempre con un estilo sencillo y transparente, en las antípodas de aquellos. Su obra, vista con perspectiva, puente entre dos siglos, entre el neoclasicismo y el romanticismo, es la de un prerromántico que abona el terreno para la incorporación de la lengua francesa a la literatura contemporánea.
Cuando estalla la Revolución Francesa (1789), justo en la mitad de su vida, Joubert es un cultísimo y reputado intelectual, profesor y posteriormente juez, que conoce a los clásicos y a sus contemporáneos como la palma de la mano. Amigo de Diderot o D’Alambert, su entusiasmo inicial por el proceso revolucionario pronto se volvió, con los excesos y el terror, amarga decepción. Sus últimos años, alejado de toda actividad y rodeado de amigos cultos y sensibles como Fontanes o Chateaubriand, serán los más intensos intelectualmente en sus cuadernos. A pesar de no tener obra, sus opiniones en dispersos artículos o introducciones fueron siempre muy tenidas en cuenta. Y más para los creadores e intelectuales que constituyeron su círculo íntimo.
Desde 1774 hasta su muerte, cincuenta años después, como un secreto enciclopedista, irá escribiendo a modo de diario íntimo en sus cuadernos cuantas reflexiones y pensamientos le surgen en torno a la amplia gama de temas que le interesan: filosóficos, lingüísticos, estéticos, literarios… Nueve mil páginas y una vasta correspondencia de donde se extraerá la selección de sus pensamientos. Sainte- Beuve, en el retrato literario que hizo del autor, nos lo presenta como un lector empedernido y amante de largas caminatas antes que de sentarse a escribir “siendo como era, de esos que siembran y que no construyen y fundan”. Sin presión externa ni condicionamiento alguno, irá tejiendo toda su obra con un rigor, una libertad y una independencia de criterio casi únicos en toda la literatura francesa y universal. Al igual que en Lichtenberg (visto ya en este blog, antes del verano), coetáneo suyo doce años mayor, el aforismo superará en él la pesada carga sentenciosa, la cáscara retórica y el ácido jugo heredados de los moralistas barrocos, para abrirse a la ligereza, la elegancia y la sutileza que nos los acerca hasta parecer que estamos conversando cordialmente con un hermano mayor.
Lejos igualmente de la retórica neoclásica, con un estilo perfeccionista y refinado, entenderá la belleza como el resultado de un perenne proceso de depuración y autocrítica. “Para escribir bien se necesita una facilidad natural y una dificultad adquirida”, sentenció. Por eso mismo, no dejará de prevenirnos: “cuando se escribe con facilidad siempre se cree contar con más talento del que se tiene”. Sus consejos no han pasado desapercibidos a la infinidad de escritores que lo han visitado en la posteridad (Paul Auster se declara fascinado por su perspicacia). Deslumbran su claridad y acierto cuando desgrana, de esencia en esencia, los recovecos de la estética, la literatura o el pensamiento. Una escritura siempre luminosa, sin pomposidad ni fuegos de artificio: “La elocuencia debe venir de la emoción, pues toda emoción la da naturalmente”. Esa es la clave para Joubert, la naturalidad: desenredarnos por dentro hasta encontrarla como fuente que mana en nosotros sin forcejeo alguno. Porque “ser natural en las artes es ser sincero”.
- Las palabras son como el vidrio; oscurecen todo aquello que no ayudan a ver mejor.
- Donde no hay ninguna delicadeza no hay literatura.
- Lo importante, en la elocuencia y en las artes, no está en lo que decimos sino en lo que dejamos oír.
- Si no hay arrebato, si no hay hechizo, o, mejor, si no hay cierto embelesamiento, no es posible hablar de genio.
- El pulido y el acabado son al estilo lo que el barniz a los cuadros; los conserva, los hace durar, de alguna manera los eterniza.
- Escribiendo demasiado arruinamos nuestro espíritu; no escribiendo, lo oxidamos.
- Antes de emplear una palabra hermosa, hazle un sitio.
- La verdadera profundidad viene de las ideas concentradas.
- Todos nuestros instantes de luz son instantes de dicha. Cuando hay claridad en nuestro espíritu, hace buen tiempo.
- Evitar comprar un libro cerrado.
Además de disfrutar como maestro de escuela, me encanta escribir. Y leer. Y subir los montes alicantinos. Y jugar al ajedrez. Y… siempre me sigue apeteciendo aprender. Y segregar lo que aprendo -lo que vivo, lo que siento- en artículos, poemas y aforismos como éste: “¿Es imaginable la felicidad en un grano de pimienta?”