De la improvisación y la adaptación
En vida, el hombre es elástico y evoluciona. Al momento de la muerte es rígido e inmutable. Las plantas al sol son flexibles y fibrosas pero perecen secas y resquebrajadas. Por ello lo elástico y flexible se asocia a la vida y lo rígido e inmutable da la mano a la muerte.
Lao-Tse
A pocos días del inicio de un nuevo curso, mientras echo un vistazo a contenidos de las distintas asignaturas que voy a impartir, mientras apunto algunas ideas y recursos que de manera informal me llegan a través de la lectura o de las redes sociales, le doy vueltas al conflicto, no nuevo pero sí de actualidad en momentos como estos, entre programación e adaptación.
Preciso. No pongo en duda la idea de una programación ajustada a la normativa, coherente, necesaria en una cabal estimación de objetivos propuestos y logrados o no en cualquier tarea y sostén de esa misma evaluación, una programación profesional no solo cumplidora de la ley sino, sobre todo, de la labor del centro educativo, de su profesorado y su alumnado.
Sin embargo, me asalta a veces la desconfianza ante una absolutización de la programación entendida como algo prefabricado, independiente de su función última, de quienes van a ser sus propios beneficiarios, personas que, hoy por hoy, no conozco, interacciones entre ellas que evolucionarán a lo largo de los meses, posibilidades, problemas, situaciones, para bien o para mal, indeterminadas e indeterminables.
Por supuesto que puede aludirse a una actualización de esa programación en el aula, también prescriptiva, una suerte de encarnación de esa programación sobre el papel . No obstante, la experiencia me conduce a pensar en una cotidiana descompensación entre lo prefijado, lo fiscalizable acorde con unos objetivos esperados previamente y la adaptación, a veces casi desde la supervivencia, ante algo tan variable, y vulnerable, como son las personas y los grupos de personas.
Más aún, esta última, quizás por sus propias características de inasibilidad, se convierte en algo secundario, no clasificable, menos importante e incluso cuestionable o molesto de cara a la administración y a sectores de la comunidad educativa, digamos a la cara pública de nuestra tarea. Sin embargo, la, en teoría, omnipresente programación preconcebida puede llegar a diluirse, a aniquilarse en no pocos momentos en el mundo paralelo que se desarrolla entre las cuatro paredes del aula. No voy a entrar aquí en si debería ser de otra manera, solo digo que resulta, como poco, paradójico esta fluctuación de valores.
La improvisación tiene en el terreno educativo muchas lecturas. Habrá quien la interprete como fruto de la desidia, de la pereza o de la falta de compromiso profesional. Es lamentable pero no faltan testimonios que lo respalden. A pesar de ello, puede entenderse de otra manera que, en mi opinión, le atribuye un valor importante en la adaptación de o más allá de lo prefijado, una habilidad fundamental en nuestra práctica. La buena improvisación no está exenta de cierto talento.
La adaptación, la encarnación a la que me refería antes, en todas sus variantes, es una muestra de respeto no solo hacia quienes tenemos delante en el aula sino también hacia nosotros y nosotras mismas como docentes, hacia nuestra profesionalidad y creatividad.
Considerar que existe un margen de actuación, considerar que lo impredecible puede tener lugar exige apelar al oficio, a esta capacidad no siempre valorada ni demandada ni formada pero imprescindible en el día a día, que no debe quedar desdibujada por un respeto ciego a los canones. Despreciar la espontaneidad conlleva una idea que no aborda de manera muy educativa la sucesión de cambios y circunstancias imprevisibles que constituye nuestras vidas.
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Jesús María "Pitxu" García Sáenz (Vitoria-Gasteiz, 1970) es doctor en Filosofía y Letras (sección Filología Hispánica) por la Universidad de Deusto. Como profesor de Secundaria ha trabajado en el IES Azorín de Petrer y en el CEFIRE de Elda, en la asesoría de plurilingüismo y en las de referencia sobre programas europeos y coeducación.