Educar para la felicidad
Desde que nacemos, todos y todas buscamos como individuos y como colectividad ser felices. La felicidad se nos plantea como el reto más importante que hemos de alcanzar a lo largo de nuestra vida. No obstante, la educación, aquello que nos habría de dotar de herramientas clave para acercarnos a este fin, apenas se preocupa de enseñarnos a ser, al menos, un poco más felices. Muy al contrario, la felicidad palidece ante otros contenidos mucho más presentes en nuestros sistemas educativos. Materias, exámenes, notas, conceptos que parecen imprescindibles, el pánico a equivocarnos, a ponernos en evidencia ante las y los demás, el fomento del individualismo, la presión de ser los mejores, etcétera, ahogan cualquier intento de abordar nuestro acercamiento a aquella.
Definir qué es la felicidad es tarea bastante compleja. A lo largo de la historia, como ocurre con todo lo que consideramos crucial en nuestras vidas, se han sucedido variadas definiciones que intentan cubrir una noción o una intuición personal de felicidad basada en la satisfacción en muy distintos sentidos. No voy a desentrañar el misterio en una entrada como esta. Hay quien señala que tiene que ver con un componente emocional vinculado a emociones positivas y otro de pensamiento o de juicio sobre, por así expresarlo, cómo nos van las cosas. En cualquiera de los dos casos, la escuela, y la comunidad educativa como referente, tienen algo que decir, bien para identificar esas emociones y situarlas en el conjunto, darles su peso específico en medio de otras emociones, bien para afinar nuestra valoración sobre unas u otras necesidades, sobre la medida en que lo son, su influencia en el sentido de nuestra vida o en la responsabilidad que asumimos a la hora de atenderlas.
En los últimos tiempos, desde algunos centros educativos se han emprendido notables iniciativas a la hora de promover programas de educación para la felicidad. Una de las más conocidas es la del prestigioso Wellington College inglés con la introducción de unas llamadas clases de felicidad, en las que se enseña a sus jóvenes alumnos y alumnas a vivir a través de la reflexión y el conocimiento sobre las emociones propias y de los demás. Esta propuesta nace de la convicción de no orientarse exclusivamente a los buenos resultados académicos incluso a costa de la buena salud mental o bienestar para el alumnado. Más bien parece ocurrir lo contrario: el bienestar personal y de grupo puede llegar a potenciar el aprendidaje, dado que este se realizará en unas mejores condiciones y con un grado mayor de implicación.
En un ámbito más cercano, contamos con la experiencia de la Escola Sant Josep de Sant Vicenç dels Horts en Barcelona. Otra institución que pone la felicidad de la comunidad educativa entre sus objetivos preferentes. Un nuevo intento de salvar el desequilibrio entre resultados académicos y desarrollo en positivo de las emociones.
Es cierto, son ejemplos minoritarios. ¿Qué espacio de nuestro abigarrado currículo ocupa la felicidad? Incluso si lo ocupara, ¿no encontraría resistencias una enseñanza que postergara las clásicas materias académicas para darle el protagonismo que en principio merece? Aun así estos dos casos, y otros, corroboran un creciente cuestionamiento de nuestras prioridades educativas. Un interés que, al menos en lo que se refiere a formación del profesorado, se manifiesta en una mayor demanda de actividades relacionadas con la educación emocional. Un interés que, por otra parte, ha de manifestarte en múltiples facetas de nuestros procesos de enseñanza y aprendizaje, desde la adecuación de los espacios y los tiempos al fomento del trabajo personal y de grupo en el desarrollo de una competencia emocional, desde el autoconocimiento y la asertividad hasta la autoestima y la empatía o hasta la superación positiva del error, el verlo como una oportunidad de mejora.
Así mismo, también habrían de resultar positivos, algo complicado en la medida en que hemos de desarrollar una cultura de la colaboración, los vínculos entre quienes formamos la comunidad educativa, los espacios de debate y de toma de decisiones. Dicho de otro modo, la búsqueda de consenso y participación tendría que conducirnos a la satisfacción de estar cooperando en función de algo compartido, más que a los habituales campos de batalla sembrados de trincheras propias y ajenas en los que los desencuentros nos abocan, en tantas ocasiones, a la frustración o la infelicidad.
Difícil pero no imposible. Una última cita para fatalistas:
Nuestra mayor felicidad no consiste en no caer nunca, sino en levantarnos siempre después de cada caída. (Confucio)
Para saber más:
Documental Pensando en los demás. Toshiro Kanamori:
Jesús María "Pitxu" García Sáenz (Vitoria-Gasteiz, 1970) es doctor en Filosofía y Letras (sección Filología Hispánica) por la Universidad de Deusto. Como profesor de Secundaria ha trabajado en el IES Azorín de Petrer y en el CEFIRE de Elda, en la asesoría de plurilingüismo y en las de referencia sobre programas europeos y coeducación.