El empuje de la vocación literaria (2)
Veíamos en la entrada anterior qué motivos llevaron a algunos escritores, esencialmente novelistas, a decantarse por la escritura como elección de vida que casi siempre acabó en labor profesional y cuánto hubo de vocación en las mismas.
Ahora propongo la lectura de cuatro textos (entre muchos otros posibles) que hablan de la vocación de escritor desde ángulos diversos. A las experiencias que relatan los novelistas, cabe añadir la contribución de Javier Gomá, distinguiendo los dos momentos que toda vocación comprende: la visión y la misión. Muy interesante. Veamos:
La vocación literaria no se produce o decanta en tal o cual pasaje de nuestra biografía, sino que está inscrita en nuestros genes; es un don (o una condena) que se recibe de forma misteriosa y que tarda más o menos en manifestarse, o que incluso no llega a manifestarse nunca, si quien lo recibió hace oídos sordos al llamado. El escritor es escritor desde que nace, pero es precisa una concatenación de circunstancias catalizadoras que manifiesten esa verdad escondida.
La primera de esas circunstancias catalizadoras que esculpieron mi vocación dormida me sobrevino a una edad de la que ni siquiera tengo memoria. Mi abuelo, con quien tan ligado estuve en los años de la infancia, me enseñó a leer y escribir cuando apenas tenía tres años, antes de empezar a ir a la escuela. La lectura fue la llave que mi abuelo me entregó para descifrar el mundo. Él no era un hombre leído, pero al despertar en mí la curiosidad por la lectura actuó como un catalizador providencial de mi vocación, que luego se robustecería cuando empezó a llevarme consigo a la biblioteca municipal.
Mientras él hojeaba la prensa, me dejaba en la sala infantil, donde pude alimentar vorazmente una pasión que todavía era caótica, informe y sin desbastar. Como no tuve cicerone que me guiase en aquel bosque de libros, fui un lector omnívoro, de un eclecticismo que alternaba el oro y la ganga. Y juraría que esta mezcolanza de libros imprescindibles y fútiles fue a la postre beneficiosa, pues descubrí que la literatura es una casa con muchas puertas, un recinto de dichosa libertad cuyos inquilinos pueden cambiar de estancia cuanto les apetezca, hasta establecer definitivamente su morada. En aquella casa me quedé para siempre, dichoso de haber encontrado un refugio contra la intemperie, y en ella espero morir, dejando en herencia a quienes vengan detrás de mí una habitación atestada de palabras. Porque la vocación literaria es también una forma de hospitalidad”.
Antonio Muñoz Molina
“Sentía en mí la vocación de escritor, que se volvió una necesidad; es decir, yo me lancé al agua cuando tenía como veintidós años y entonces vino una necesidad de seguir escribiendo, de aprender el oficio. El oficio de escritor es muy complicado, requiere no sólo de la imaginación, porque la imaginación está libre para lo que se nos ocurra, pero si queremos convertirla en obra de arte como es la literatura, ya el problema comienza por el oficio. Es decir, por el estudio del lenguaje, de la gramática, de saber combinar las palabras de la mejor manera posible, porque no se trata sólo de aprender a redactar, el problema del escritor es hacer una obra de arte, porque escribir es indiscutiblemente un arte. Así con gusto y con trabajo, escribo... Es apasionante, como la vida”.
Augusto Monterroso
Tenía catorce años y escribía poseído. Escribía todo el tiempo. Nunca he vuelto a escribir de esa manera y cuando escribo deseo poder volver a escribir así alguna vez. Febril. Enfermo. Escribía poemas. Escribía minúsculas vidas imaginarias. Escribía obras de teatro. Era diferente y quería ser un escritor diferente. Leía a Beckett, y mis obras de teatro querían parecerse a Esperando a Godot. Leía a Jack Kerouac. Leía a Henry Miller, al que había llegado siguiendo a Rimbaud, un camino excéntrico. Leía a Joyce, pero las piezas más raras, Poemas manzanas. Leía solo. Escribía solo. Entonces yo era el único escritor. Rey soberano.
Aunque quizá leía más solo que escribía solo, porque entonces publiqué mis primeros poemas en una revista. No guardo ni un ejemplar. Me avergonzaba esa revista, sabía que estaba mal hecha, que era cutre... y aunque sabía que la revista estaba mal hecha y que era cutre, me sentía feliz porque publicando en esa revista que me avergonzaba me convertía en escritor. Nadie lo sabía, pero yo había cruzado una línea y ya no podía volver atrás. Recuerdo el nombre de la revista”.
Félix Romeo
La vocación se compone de dos momentos: visio y missio (visión y misión). Lo que perciben nuestros sentidos no tiene sentido. Nuestra experiencia del mundo es caótica, fragmentaria, y no logra conformar una unidad significativa. El mundo se parece a un puzle de mil piezas del que solo un pequeño número de ellas —cien, doscientas— estuvieran ya colocadas en su sitio. A veces, a la vista de esas pocas piezas, uno cree adivinar fugazmente, insinuado, el conjunto, pero esa promesa resulta pronto desmentida por una abrumadora experiencia del absurdo y del sinsentido de la vida. Pues bien, hay determinadas personas que sí tienen la visión del puzle entero —la imagen del paisaje, el retrato, el edificio— porque son capaces de completar con su imaginación los huecos de las piezas sin colocar. A esa visión se refería Rafael de Urbino cuando decía que, antes de pintar un cuadro, se formaba en su mente “una cierta idea del todo”.
Quien tiene esta “idea del todo” siente dentro de sí el apremio de producir un objeto que la incorpore y le dé soporte para así evitar que se pierda, como las demás cosas humanas, arrastrada por la corriente del tiempo. Este producir se dice en griego antiguo poiesis: un producir un objeto —un cuadro, una escultura, una sinfonía, un poema, un sistema filosófico— que no persigue función utilitaria alguna excepto la de prestar consistencia, coherencia, fijeza y perduración a la visio y así ponerla con carácter permanente a disposición de uno mismo y los demás. He aquí el segundo momento de la vocación: la missio. La ansiedad por crear el objeto puede llegar a ser extremadamente absorbente, tiránica y rapiñadora. En este sentido, la vocación constituye una anomalía vital y un objetivo empobrecimiento: supone la activación de todas las facultades, capacidades y potencias humanas en la dirección de una —una sola— de las muchas posibilidades que ofrece la exuberancia vital; a cambio, una inmensa concentración de energías”.
Javier Gomá
Además de disfrutar como maestro de escuela, me encanta escribir. Y leer. Y subir los montes alicantinos. Y jugar al ajedrez. Y… siempre me sigue apeteciendo aprender. Y segregar lo que aprendo -lo que vivo, lo que siento- en artículos, poemas y aforismos como éste: “¿Es imaginable la felicidad en un grano de pimienta?”