El empuje de la vocación literaria (1)
Escribo para que el agua envenenada
pueda beberse.
Chantal Maillard
La vocación es uno de esos términos que siempre se mantienen a flote entre las aguas de al menos dos continentes: el de la genética o el del ambiente. ¿Quién no ha preguntado o a quién no le han preguntado alguna vez si el escritor nace o se hace? En otras palabras: el escritor que elige serlo, ¿lo es por vocación? ¿y qué es la vocación? ¿se nace con ella? ¿aparece asociada a determinadas circunstancias o en momentos concretos de la vida?
En esta y en la siguiente entrada abordaremos este tema. A su exposición en ésta, le seguirá en la próxima entrada una selección de textos breves, con enfoques diversos de autores tan interesantes, entre otros, como Augusto Monterroso o Antonio Muñoz Molina.
En su libro La vocación del escritor , Catherine Millot se pregunta por el goce que otorga al acto de escribir el poder ser preferido a cualquier otro. O, en palabras del filósofo Javier Gomá, “ por qué determinadas personas dedican las mejores horas del día, los mejores días del año y los mejores años de su vida a producir algo que nadie les ha pedido, sin que el éxito social, los requerimientos de la conciencia, el anhelo de fama o el enriquecimiento económico constituyan nunca la motivación principal”.
No pocos novelistas, Juan Manuel de Prada o Muñoz Molina entre ellos, asocian su apego por escribir a esas largas estancias infantiles en las bibliotecas públicas de la mano de sus abuelos, padres, etc. Otros, como el argentino Luciano Lamberti, no ve en su circunstancia familiar incitación alguna a la lectura ni la escritura. Hay algo de inmadurez, de anormalidad según él, en el hecho de sentarse a escribir. Y más que una profesión, la escritura es como una religión, concluye. “Escribo porque no me encuentro bien”, le oí decir a Juan José Millás con su característica ironía. Es esa necesidad irrefrenable de contar viejas historias la que nos sienta a escribir, señala Félix Romeo. Quizás porque, como afirmara Rilke, se trata de un ente que habita dentro del creador y le empuja a volver una y otra vez sobre sí mismo.
¿Estaríamos, desde esta perspectiva, ante un acto de suma vanidad y egoísmo? Me parece interesante en este punto la diferenciación que hace Gomá: la vocación del escritor, afirma, es egocéntrica pero no egoísta. Egocéntrica por cuanto alude a todo un proceso que se gesta en su propio yo, pero para nada egoísta dado su empeño por trascenderlo, por llegar al otro, por anular incluso el propio yo casi siempre. “ Cualquier escritor sabe que en los mejores momentos uno es nada más que el médium de una voz interior, que va dictando las palabras. No hay ningún esfuerzo ahí. Ningún sufrimiento. Hay una voz que dicta, y en los mejores días es una voz parlanchina, irrefrenable”, enfatiza Lamberti.
Sea como fuere, provenga de donde provenga, algunos como Monterroso se iniciaron como quien empieza un juego y acabaron aprendiendo el oficio. En Mario Vargas Lllosa, su vocación fue pareja a la prohibición de leer y escribir que su padre le infringió. Y habla de la vocación como de “una servidumbre libremente elegida”. Coincide además con todo escritor en la importancia de la experiencia voraz como lector para ponerse a escribir: “Mi vida se enriqueció gracias a esa oportunidad que me dieron los libros de vivir muchas vidas a la vez, de tener muchos destinos, de trasladarme en el espacio, en el tiempo, gracias a la fantasía literaria. Creo que si eso se pierde habría un gran empobrecimiento de la civilización humana”. En todo caso, quien desee conocer más detenidamente los diferentes motivos que han llevado a muchos novelistas a escribir, encontrará unos cuantos aquí.
Además de disfrutar como maestro de escuela, me encanta escribir. Y leer. Y subir los montes alicantinos. Y jugar al ajedrez. Y… siempre me sigue apeteciendo aprender. Y segregar lo que aprendo -lo que vivo, lo que siento- en artículos, poemas y aforismos como éste: “¿Es imaginable la felicidad en un grano de pimienta?”