El placer de volver a leer lo leído
“Los libros que uno se propone releer en la edad madura son muy semejantes a los lugares en donde uno quisiera envejecer”
Joseph Joubert
Es muy conocida la idea expresada por Baroja de que conforme vamos envejeciendo gustamos más de releer que de leer propiamente. También dejó dicho Carlos Fuentes que hay autores para releer y otros para guardar en la memoria. Sobre lo escrito por aquellos, uno vuelve una y otra vez como quien se adentra por las estancias de su casa, mientras que a algunos libros, a sus autores, es mejor no volver. ¿Olvidarlos entonces? No necesariamente. Hay libros a los que si volviésemos sabríamos que nos decepcionarían. No tanto porque estén peor escritos de lo que creímos cuanto porque nosotros, los lectores de entonces, ya no somos los mismos, abusando de las palabras del archiconocido verso de Luís Cernuda. Y añadiría, siguiendo en la órbita del poeta sevillano, que con el tiempo no es el libro quien cambia, somos nosotros mismos. “El recuerdo que deja un libro es a veces más importante que el libro en sí”, subrayó en este sentido Adolfo Bioy Casares. Y no le faltó razón.
Es cierto, a mí me ocurre así, que tendemos a releer más que a leer lo nuevo con la edad. Y también lo son nuestras reticencias a retomar algunas lecturas que en nuestra juventud nos dejaron una huella impactante que no queremos ni siquiera merodear. Sin duda, son muchas las lecturas de nuestra vida que van ligadas a momentos concretos, a situaciones específicas a las que retomar el libro nos podría volver a llevar. Y nos cuesta mucho aceptar volver a recuerdos ya arrinconados. Suscribo lo dicho por María Aixa Sanz, al señalar que “lo que tu memoria recuerda es la novela rodeada del ambiente personal en que la leíste y no la novela en sí. Pero probablemente acercarse a la relectura es a la larga un acierto. Que ya situados en otro ambiente, en otro año, en otra semana conectas con la historia de otra forma y encuentras otros matices de los que quizás ni siquiera te diste cuenta de que existían”.
La RAE define releer como leer de nuevo o volver a leer un texto ya leído. No ayuda mucho esta definición a precisar la ingente cantidad de sensaciones que surgen, regresando o no de la/ s lectura/ s precedente/s, cuando releemos un libro. Viajar al pasado, al nuestro propio antes que al del relato; revivir de un modo más indeterminado que preciso los sentimientos que la lectura original nos dejó; percatarnos del tiempo y las secuelas que nos ha ido dejando; reconocernos en un yo presente, con toda esa distancia que ambas lecturas ocupan…
En un artículo de hace ya tiempo reseñaba yo la distinta percepción que de un mismo autor podemos tener, en mi caso mencionaba a Azorín, en las sucesivas lecturas que de él vamos haciendo: “Cuando lo leí con fruición en mi adolescencia me pareció un creador enorme, preciso adjetivando, sobrio y exacto en sus descripciones, imaginativo, seductor y sugerente. Apenas diez años después, retomando Castilla, solo veía en él a un esteta desencantado de la realidad que se refugia en el paisaje castellano para no implicarse en el mundo que le tocó vivir. Ahora, releyendo pasajes del libro como Las nubes o Una ciudad y un balcón, aprecio al maestro de la sencillez y la precisión, al Azorín impresionista con ese intenso lirismo evocador que inesperadamente brota en cualquier párrafo. O esa serenidad, tan oriental, con la que logra siempre implicarnos en la trama espiritual que subyace en tantos de sus escritos”.
Y ya puestos, acabo releyendo y suscribiendo otra mención al mismo artículo donde queda muy claro qué es para mí la relectura: “Como volver a un buen buqué, releer es degustar, saborear esas palabras que han ido otorgándole un sentido a lo que hacemos, a lo que cuidamos, a lo que queremos. Releer: reconocernos otros, siempre acompañados de esos otros que nos abren, que se nos entregan, en una generosa ceremonia de imperecedera amistad”. Y tú, lector, mi semejante, mi hermano, ¿opinas lo mismo?
Además de disfrutar como maestro de escuela, me encanta escribir. Y leer. Y subir los montes alicantinos. Y jugar al ajedrez. Y… siempre me sigue apeteciendo aprender. Y segregar lo que aprendo -lo que vivo, lo que siento- en artículos, poemas y aforismos como éste: “¿Es imaginable la felicidad en un grano de pimienta?”