Ventana desde el más allá
A punto de cumplirse un año de la muerte de Eduardo Galeano, el 13 de abril de 2015, uno siente al releerlo que el uruguayo le observa desde el fondo del libro abierto como si se nos asomara por una ventana directamente desde el más allá. Siempre admiré su escritura depurada y exigente y, desde luego, es de esos escritores que nunca renegaron de la emoción ni del compromiso, dos componentes que enriqueció al complementarlos y dotarlos de una belleza siempre poderosa pero no exenta de ese toque vulnerable y que nos lo vuelve tan humano. Indagador incansable, frecuentó los márgenes y las intersecciones que disuelven las categorías literarias y me parece asombrosa esa forma suya de mezclar lo cotidiano con lo fascinante utilizando dosis muy equilibradas de ternura y lucidez.
De los más de cuarenta libros que escribió a lo largo de su vida (1940- 2015), escojo por puro capricho cuatro más que recomendables: Las venas abiertas de América Latina (1971), Memoria del fuego (1986), El libro de los abrazos (1989) y Las palabras andantes (1993). Su coherencia y su actitud crítica, su inconformismo irreductible, jamás le abandonaron. Desde ellas, pronunció frases como estas: “Ojalá podamos tener el coraje de estar solos y la valentía de arriesgarnos a estar juntos”. “En el mercado libre es natural la victoria del fuerte y legítima la aniquilación del débil. Así se eleva el racismo a la categoría de doctrina económica”. “Ojalá podamos ser desobedientes cada vez que recibimos órdenes que humillan nuestra conciencia o violan nuestro sentido común”.
Muestra de esta actitud es el siguiente extracto de El derecho al delirio, que aparece en su libro de 1998 Patas arriba. La escuela del mundo al revés. Todo un manifiesto lleno de rabia comedida, cálida ternura e infinita esperanza en una lectura que el propio escritor efectuó en mayo de 2011 en la televisión catalana TV3:
O este otro, con una entrevista al día siguiente de la lectura anterior, grabado espontáneamente en la Plaza de Cataluña ante los indignados y que no tiene desperdicio:
En fin, todo esto ha regresado a mí cuando he releído, un año después de la muerte del escritor -como consecuencia de un cáncer de pulmón que lo fustigó durante diez años- el libro Las palabras andantes. Entre sus páginas se percibe el aliento, la mirada pujante de este uruguayo ya inmortal. Por eso, hoy quiero compartir con los lectores algunas de las múltiples ventanas que nos ofrece el libro y desde las cuales como hombres, como humanidad, no hemos dejado de asomarnos al fondo de nosotros mismos:
Ventana sobre la memoria (1)
A orillas de otro mar, otro alfarero se retira en sus años tardíos. Se le nublan los ojos, las manos le tiemblan, ha llegado la hora del adiós. Entonces ocurre la ceremonia de la iniciación: el alfarero viejo ofrece al alfarero joven su pieza mejor. Así manda la tradición entre los indios del nordeste de América: el artista que se va entrega su obra maestra al artista que se inicia.
Y el alfarero joven no guarda esa vasija perfecta para contemplarla y admirarla, sino que la estrella contra el suelo, la rompe en mil pedazos, recoge los pedacitos y los incorpora a su arcilla.
Ventana sobre el arte (2)
Yo era muchacho, casi niño, y quería dibujar. Mintiendo la edad, pude mezclarme con los estudiantes que dibujaban una modelo desnuda. En las clases, yo borroneaba papeles, peleando por encontrar líneas y volúmenes. Aquella mujer en cueros, que iba cambiando de pose, era un desafío para mi mano torpe y nada más: algo así como un jarrón que respiraba.
Pero una noche, en la parada del ómnibus, la vi vestida por primera vez. Al subir al ómnibus, la pollera se alzó y le descubrió el nacimiento del muslo. Y entonces mi cuerpo ardió.
Ventana sobre la música (1)
Quien sabe tocar el acordeón, lo pone a hablar -decía don Alejo Durán-. Para quien sabe, hombre y acordeón son una sola cosa. Don Alejo fue vaquero y trovador, maestro del lazo y del toque chiquito, cronista cantante de la costa colombiana. Y siempre por gusto, nunca por encargo. Cuando él no estaba enamorado, se le callaba el acordeón.
No cometió música llorona. Franca y gozona fue su música, como francas y gozonas eran las mujeres que su música llamaba, de lejos, sin necesidad de teléfono.
Ventana sobre la palabra (8)
Los forasteros habían llegado, y el rabino no tenía nada para ofrecerles. Entonces el rabino fue al huerto y le habló. Habló a las plantas con palabras que venían, como ellas, de la tierra regada. Y las plantas recibieron esas palabras y súbitamente maduraron y dieron frutas y flores. Y así el rabino pudo agasajar a sus huéspedes.
Lo cuenta la Cábala. Y la Cábala cuenta que el hijo del rabino quiso repetirlo, pero el huerto fue sordo a sus palabras y ninguna planta creyó ni creció.
El hijo del rabino no pudo. Pero, ¿y el rabino? ¿Pudo el rabino repetir su propia hazaña? La Cábala no lo cuenta. ¿Qué pasó con el rabino si nunca más le contestaron el naranjo, ni el tomate, ni el jazmín?
¿Sabe callar la palabra cuando ya no se encuentra con el momento que la necesita ni con el lugar que la quiere? Y la boca, ¿sabe morir?
Además de disfrutar como maestro de escuela, me encanta escribir. Y leer. Y subir los montes alicantinos. Y jugar al ajedrez. Y… siempre me sigue apeteciendo aprender. Y segregar lo que aprendo -lo que vivo, lo que siento- en artículos, poemas y aforismos como éste: “¿Es imaginable la felicidad en un grano de pimienta?”