Capítulo 23
Ayer en un alarde de atrevimiento me escapé a Santa Pola para traerme una bicicleta y una silicona que necesitaba hoy para pintar. Sorprendentemente no me encontré con ningún control. Llevaba mi mascarilla y un salvoconducto de mi trabajo por si hiciera falta.
Llegué a los apartamentos recogí lo que me había propuesto y arranqué nuevamente; sin embargo, a la salida del pueblo había dos controles de la guardia civil. Me coloqué rápidamente en su posición la mascarilla y me dispuse a inventar una excusa en ese momento. No me detuvieron. Simplemente observaron que conducía sin acompañantes y me dejaron pasar. A los pocos metros pude descubrir otro coche camuflado que debía avisar a las patrullas.
Hoy he hecho algo útil. He subido a la terraza y la he pintado en su totalidad. Incluso he utilizado una escalera y un palo con rodillo para alcanzar los sitios más altos, con riesgo en ocasiones de darme un gran tortazo. Ya me imaginaba llegando a urgencias y no dejándome pasar por no ser paciente preferente COVID-19.
Es curioso, para aquellos que desarrollamos un trabajo intelectual, la sensación que obtenemos al realizar una tarea manual. He necesitado todo el día para pintar una pequeña terraza. Supongo que un profesional no hubiera empleado más de dos o tres horas. Ahora me duele todo el cuerpo, pero dormiré con la sensación de haber trabajado mi cerebro reptiliano, pues durante toda la jornada he estado aplicándome en cuestiones banales tales como la densidad de la pintura o su tonalidad.
Desde la terraza he sentido un par de caceroladas (ignoro por qué). Y me ha llegado el sonido de los aplausos de las ocho de la tarde. Cada vez los encuentro más absurdos. He decidido no volver a aplaudir. Lo que tienen que hacer es pagar justamente a los sanitarios y dejarse de gaitas.
Diviso varias terrazas colindantes donde la gente camina como si se encontraran secuestrados, en prisión o locos. Sigo pensando que es absurdo tanto confinamiento. Sé que de reojo observan cómo voy avanzando en mi faena pictórica; quizá incluso se planteen remozar ellos sus fachadas. Una señora desde lejos me pregunta la hora interrumpiendo mi faena. La gente ya no sabe cómo socializar.
Se me ha hecho de noche y me he quedado sin pintura. No sé si habré concluido el trabajo aceptablemente porque tampoco me he esmerado en demasía. Mañana con la luz descubriré y analizaré mi obra.
Veo un libro de Nietzsche sobre la mesa. Es de Caruli; este año le toca la PAU, y no sabe a ciencia cierta cuándo van a ser las pruebas. Pienso en Nietzsche como un señor que no sabría pintar. Seguro que murió torturado por sus propios pensamientos. ¿O quizá sí supiera? Porque eso de titular uno de los capítulos del manual Cómo se filosofa a martillazos, da que pensar...
He aprovechado porque hoy ya no me dolía la cabeza. Ayer me acerqué al médico y me recetó dos nolotiles y un Diazepan para acostarme. Y efectivamente la dosis de Nolotil consiguió que a la hora ya tuviera la sensación que la jaqueca que arrastraba tres días se iba disipando. Debo recordar este tratamiento porque no es la primera vez que sufro esta tortura. ¿Las sufriría Nietzsche?; porque entonces no había Nolotil para tomarse. Pobre hombre. De salud quebradiza, dos veces divorciado, catedrático con veinticuatro años; a los cuarenta y cinco años, se volvió loco de remate. Lo dicho, no se puede pensar tanto. Es mejor pintar, hacer de fontanero, jardinero o cualquier otra cosa que nos aleje de los libros de vez en cuando.
Hace un rato, pasadas las doce de la noche, he salido a tirar la basura. Me he ido alejando más y más, hasta llegar al paraje conocido como la Ciudad Vergel; allí está todo menos iluminado. No he soltado en ningún momento la bolsa por si me interceptaban. Apenas me he cruzado con un coche, y no era oficial.
Mimetizado entre las sombras y buscando la complicidad de las oscuras calles, que he ido seleccionando, he disfrutado de un paseo nocturno inigualable. Ni siquiera me he topado con algún viandante paseando su mascota. Escuchaba en los balcones gente conversando con su móvil, pero el silencio en algunos sitios era casi sepulcral.
Supongo que durante esta hora la policía estaría cambiando de turno. Es extraño que no me los haya encontrado.
Por fin he depositado la bolsa en su contenedor. ¿Tiraría Nietzsche la basura? Si lo hacía, seguro que no lo hacía a escondidas como yo. En fin. Hoy no ha habido sobresaltos, pero el bicho sigue al acecho. A ver mañana…
Juan Carlos García Torres Martínez nació en Elda en 1962, era el cuarto de cinco hermanos y siempre fue buen estudiante y con gran capacidad para hacer amigos. Estudió la carrera de Derecho pero nunca ejerció como abogado, aunque su profesión como secretario judicial siempre le mantuvo relacionado con las leyes. Desde muy joven fue un apasionado de la música, llegando incluso a ser fundador de la tuna de derecho de alicante. Otra de sus pasiones fue el deporte; su bicicleta conocía bien todos los montes y parajes de nuestra comarca, pero si hay algo que no abandonó nunca fue la escritura. Le gustaba plasmar vivencias cotidianas transformándolas en pequeñas historias de aventuras. Su tono irónico quitaba dramatismo a lo que relataba, él era así en su propia vida, intentando darle a todo un toque surrealista propio de su personalidad, y con ese estilo escribió su novela corta titulada "el temor" que fue ganadora del premio Ciudad de Elda de Cuentos en 1992.
Fue durante el confinamiento, entre los meses de Abril a Junio de 2020, cuando Juan Carlos hizo un pequeño diario de sus vivencias con su caracteristico estilo
Tristemente Juan Carlos nos dejaba el 16 de febrero de 2021 por causa del Covid, pero su legado literario y personal nos acompañará para siempre.
Éste es un pequeño homenaje póstumo a un discreto artista pero una gran persona.