Capítulo 17 y 18
17
He bajado a ver a Alejo a eso de las nueve de la noche porque teníamos pendiente hacer una representación de las procesiones de Semana Santa. Hemos cogido dos sábanas y nos hemos hecho con cartulina los capirotes de capuchinos. Además, tenía unas lámparas de Jardín donde hemos introducido pequeñas velas. Nos hemos colocado unos trozos de soga en la cintura y hemos buscado música de Semana Santa por internet. Hoy es sábado de Gloria y mañana domingo de Resurrección; en realidad hoy no tocaba desfilar, pero hemos grabado los cuatro pasos en qué consistía el desfile. Llorábamos de la risa porque sabíamos que todo era atrezzo. Sorprendentemente cuando hemos compartido las imágenes, nuestros amigos no las han entendido porque en la grabación parecíamos auténticos capuchinos de Semana Santa; incluso uno nos ha preguntado que no sabía que teníamos trajes de capuchino y desfiláramos en esta fiesta. Una ruina.
Recuerdo que un verano en la playa conseguí un traje de Napoleón y tuve mucho éxito en las fiestas de fin de verano de los apartamentos. La memoria es curiosa porque al recordar aquellos veranos siempre me lleva a los buenos momentos. Tengo que esforzarme para recordar lo mal que lo pasé en los últimos años de la carrera; cuando escapaba por las rocas hasta el faro del cabo con el fin de atenuar mis estados de ansiedad. Es bueno que el cerebro haya construido una capa de olvido sobre ese sufrimiento. Prefiere acordarse de los pulpos con los que jugaba en la Isla de Tabarca o de las noches en que furtivamente nos acercábamos con la barca de remos Jalupamaga a repasar las redes que pocas horas antes habían echado los pescadores. A eso de la una de la mañana nos acercábamos y cogíamos alguna sepia o un sargo o incluso lubinas que ya habían quedado atrapadas. Nunca nos descubrieron y tampoco hacíamos mal a nadie porque estaba prohibido por la guardia civil pescar con redes en la bahía. Todo eso, claro, antes de que rellenaran con la tierra blanca la orilla para ganar tierra al mar.
El caso es que tras el fiasco de la “procesión”, he bajado la basura y ya me daba igual que me localizara un coche de la guardia nocturna. He caminado con una pequeña bolsa de desperdicios por todo el contorno sin ver los coches que cada noche parecen estar esperándome. He alcanzado un punto donde se encontraba un carro de hipermercado lleno de objetos. Me he detenido porque normalmente esos carros pertenecen a algún sin techo que va repasando los contenedores. Yo no veía a nadie. He dado la vuelta y tan solo a lo lejos al ver que se acercaba un coche patrulla blanco me he refugiado en un portal oscuro. Creo que no han alcanzado a verme. He regresado a mi casa y allí me he dispuesto para ver alguna serie de televisión. Posiblemente estemos entrando en una espiral de inacción o vagancia del que va ser muy difícil salir. Son vacaciones de Semana Santa pero apenas distinguimos los días porque parece que siempre hagamos lo mismo. Por eso hemos procesionado, aunque nadie lo haya entendido. No podemos salir salvo para comprar algún artículo de alimentación o primera necesitad y poco más. Guardamos largas colas en las puertas de supermercados, panaderías o farmacias. Y debemos impregnar de alcohol nuestras manos y ponernos guantes antes de acceder. Aplaudimos a diario a las ocho de la tarde y ya se nos está convirtiendo en una rutina más.
Todo esto, probablemente, nos transforme en seres diferentes. Desconfiados ante los demás. Huidizos. ¿Cuándo podremos acudir a eventos con multitud de personas alrededor? ¿Cómo nos situaremos en la playa este verano? Nadie lo sabe, pero quizá haya gente que se construya mamparas alrededor de sus sombrillas. Me he sentido algo mustio, probablemente porque hoy, debido a mis agujetas de la clase de mantenimiento de ayer, me sentía cansado. Quién sabe, igual está mi cuerpo generando anticuerpos frente al coronavirus. No he bajado a hacer esas vueltas endorfínicas de bicicleta en el interior de nuestro reducido parking. Son treinta minutos aproximadamente. Decía Víctor Jara que la vida es eterna en quince minutos.
Ahora son más de la una de la mañana y escucho a Caruli hablando con sus amigas por redes sociales. Parece estar muy animada. Sonríe, habla en voz alta. Disfruta en su confinamiento. Pero yo hoy, no estoy motivado. A ver mañana…
18
Organizar un campeonato del mundo es tarea ardua. No es nada fácil. Sea cual sea la disciplina de que se trate. En realidad, se nos ocurrió hace unos días casi al tiempo que ideábamos lo de la procesión del Patio. Esta mañana, mientras Alejo y yo tomábamos el Sol, decidimos que era el momento adecuado.
Campeonato del mundo de Colas-zero. La idea le subyugó a él desde el principio. Y surge del hecho de acabar el baño de Sol con una bebida de cola. Hemos ido adquiriendo de diferentes marcas, y una vez hemos tenido ocho diferentes, hay que elegir cuál era la que más nos gusta. Fundamentalmente para encontrar una alternativa a las más famosas.
Así pues, mi hermano saca ocho vasos y con esa decisión, mientras yo le espero disfrutando del baño solar en su patio, no sabe lo que me recuerda en sus movimientos a nuestro padre.
Podría ser él mismo, cuarenta años atrás, cuando intentaba convencer a sus amistades que lo mejor era beber vino mezclado con cerveza en un recipiente llamado porrón. El porrón es sobre todo típico de las tierras manchegas, pero mi padre cuando adoptaba algún tipo de objeto o costumbre lo hacía con gran vehemencia. Mi padre era muy dado a hacer mezclas. También le gustaba juntar el güisqui con sifón y tomarse medio vaso a diferentes horas del día; uno religiosamente a las once de la mañana con el cliente que cayera por entonces en la tienda.
Tenía remedios dispares relacionados con el alcohol. Le recuerdo intentando convencerme de que un taponazo de Ginebra después de desayunar te arreglaba el cuerpo para todo el día. Si yo le hubiera hecho caso, después del taponazo hubiera tenido que volver a la cama para que se me pasara la curda.
Alejo me recuerda tanto a mi padre en sus movimientos que no se lo digo porque seguro que le sabría mal. Me ha preparados los vasos de cola y los ponemos en fila. Me insiste para que se los cambie de lugar para que él mismo no esté condicionado. Tras la primera prueba (tres colas distintas), yo no elijo ninguna de marca blanca. Él tampoco. Resolvemos que la mejor es una de las más famosa. Vamos a la segunda vuelta y de éstas no agrada ninguna. Alguna nos parece gaseosa azucarada. En la tercera ronda vuelvo a elegir como la mejor, la mundialmente más conocida. Alejo se enfurece porque me acusa de tramposo y de estar descubriendo las iniciales que él ha dibujado cuidadosamente en la base de los recipientes. Yo me parto de la risa porque no es verdad, pero no hay manera de convencerle, porque además de los movimientos, en eso también se parece a nuestro padre. Es cabezota como él solo. Cuando quiere; porque sospecho que está interpretando un papel acentuado a propósito para impresionarme más y provocar mi hilaridad.
En la puntuación final del campeonato del mundo de colas ha quedado como campeonas Pepsi Max y Coca Cola Zero. No ha habido sorpresas; como mucho, la alternativa convenimos ambos que podrá ser la Cola de marca Carre4; lo que enfurece aún más a mi hermano porque era la que yo le había dicho antes de comenzar la competición. Le anuncio que el veredicto puede ser impugnado en los próximos treinta días por la delegación de Corea del Norte, lugar de donde no hemos traído refrescos de cola.
Nos citamos nuevamente esta tarde para seguir una clase de mantenimiento por Instagram. Sufrimos la clase; hay ejercicios en los que se utiliza un sobrepeso (mochila con revistas en su interior). Es muy cansino seguir estas clases. Agotadoras; no sé si volveré pasado mañana. La mochila pesa casi nueve kilos y Alejo me acusa de ventilarme algún movimiento o hacerlos más fáciles de lo que son. Es verdad. A veces busco alguna forma más fácil de completar el ejercicio. Ya muy adentrada la noche me asomo al portal y observo que ha llovido, aún cae alguna gotita. No apetece paseo después de abocar la basura al contenedor. Hoy no es día de adentrarse en el mundo del hampa. Mejor vuelvo al sofá. A ver mañana…
Juan Carlos García Torres Martínez nació en Elda en 1962, era el cuarto de cinco hermanos y siempre fue buen estudiante y con gran capacidad para hacer amigos. Estudió la carrera de Derecho pero nunca ejerció como abogado, aunque su profesión como secretario judicial siempre le mantuvo relacionado con las leyes. Desde muy joven fue un apasionado de la música, llegando incluso a ser fundador de la tuna de derecho de alicante. Otra de sus pasiones fue el deporte; su bicicleta conocía bien todos los montes y parajes de nuestra comarca, pero si hay algo que no abandonó nunca fue la escritura. Le gustaba plasmar vivencias cotidianas transformándolas en pequeñas historias de aventuras. Su tono irónico quitaba dramatismo a lo que relataba, él era así en su propia vida, intentando darle a todo un toque surrealista propio de su personalidad, y con ese estilo escribió su novela corta titulada "el temor" que fue ganadora del premio Ciudad de Elda de Cuentos en 1992.
Fue durante el confinamiento, entre los meses de Abril a Junio de 2020, cuando Juan Carlos hizo un pequeño diario de sus vivencias con su caracteristico estilo
Tristemente Juan Carlos nos dejaba el 16 de febrero de 2021 por causa del Covid, pero su legado literario y personal nos acompañará para siempre.
Éste es un pequeño homenaje póstumo a un discreto artista pero una gran persona.