Capítulo 15 y 16
15
Hay luna llena (dicen que es rosa). La Policía Nacional anda buscándome.
He salido con dos bolsas de basura de diferentes tamaños para así poder tener diversas excusas en caso necesario. La noche es tranquila. Más luminosa por efecto de su cercanía a la tierra. Unos 363.000 kilómetros, creo recordar. Se llama perigeo esta cercanía. Bueno, pues iba con estas dos bolsas y al contrario que la luna de la tierra, he decidido hacer un “apogeo”; esto es, alejarme lo más posible de mi casa.
Esta mañana he vuelto a disfrutar del Sol en el patio de Alejo. Nos hemos tomado una cola-zero y vemos pensado hacer una comparativa a ciegas entre varias marcas. Por la tarde hemos seguido por Instagram una clase de mantenimiento de una tal Iñaqui al que siguen muchos famosos. En el minuto uno me ha dado un tirón en el abductor que me ha mermado bastante. Ahora siento agujetas en diferentes lugares de mi cuerpo.
El caso es que me tocaba tirar basura. He empezado bien. He salido dirección opuesta a Gran Avenida y he recorrido dos calles. En lugar de girar hacia arriba, como siempre hago, me he ido para abajo. A lo lejos, a dos calles, he visto que doblaba un coche de la Policía Nacional. Iban lejos, no creo que me hayan visto, al menos es lo que he pensado. He recorrido en toda su extensión las dos calles paralelas de abajo de mi casa. Cuan feliz me siento ante semejante extensión de territorio recorrido. A lo alto la luna me observa pletórica y cercana. Cuando he llegado a la siguiente intersección los he visto.
Como si saliera de un portal cercano, me he dirigido hacia un contenedor de orgánicos y me he deshecho de la bolsa pequeña. Acelero el paso porque sé que suben a por mí. Siento el motor del coche. La bolsa que acabo de tirar en el contenedor marrón contiene papeles; la mayoría con datos bancarios y mi nombre.
Tuerzo hacia mi calle por el sentido que para ellos es dirección prohibida. No podrán atraparme. Corro. Debo llegar hasta el contenedor verde que está en la otra esquina antes de que ellos den la vuelta. Cuando ya bajo la tapa veo su reflejo cercano. El reflejo azul de la luz de las sirenas. Vuelvo a correr hacia mi portal. El corazón se acelera. Accedo. Subo los escalones con las luces apagadas. Ellos pasan. Cuando ya he subido dos pisos pienso que ha sido un error depositar la bolsa pequeña en el contenedor marrón con mis papeles. Vuelvo sobre mis pasos. Salgo nuevamente. Me arriesgo. Consigo la bolsa que se había quedado en la parte superior. Ahora a correr hasta la otra esquina. Repito la jugada de hace unos minutos. Llego y vuelven a lo lejos sus luces violáceas, pero sé que mientras ellos hacen la manzana no me cogerán. Sacó la llave y entro alterado en el portal.
Me siento en las escaleras del zaguán y les espero. Pasan por delante de mi puerta de cristal. Yo en la oscuridad les veo. Ellos a mí no. Hoy les he despistado. Les he vencido. A ver mañana…
16
Hoy mientras tomábamos el Sol hemos probado una cola nueva con extra de cafeína. Hemos coincidido en que sabía a regaliz, aunque también me ha recordado a las queimadas que hacíamos en la playa hace más de treinta años. Yo entonces era muy aficionado a tocar la guitarra. Me pasaba todo el verano frente a la orilla del mar con los amigos. Teníamos un apartamento en la Albufereta de Alicante desde donde se divisaba toda la bahía y el castillo de Santa Bárbara de Alicante. El verano allí pasaba rápido; supongo que cuando tienes dieciocho años los veranos pasan muy rápidos.
Tocaba la guitarra con Pedro, Gema y sobre todo con mi amigo Manolito. Creo que ahora se dedica profesionalmente a eso. Va haciendo conciertos como solista amenizando cenas en restaurantes y pubs de guiris. Le llamábamos Manolito pero medía uno ochenta y cinco y pesaba noventa kilos; recuerdo que estaba haciendo el servicio militar como voluntario y venía muy malhumorado, aunque cuando llevábamos un rato tocando se le pasaba y empezaba a contar historias alegres de su cuartel. Aprendíamos nuevas canciones y las interpretábamos por la noche a la luz de la luna frente a la orilla del mar. Entonces no hacíamos botellón como ahora, pero de vez en cuando alguien ponía a calentar en una olla orujo y hacíamos una queimada. Siempre había alguien que comenzaba a hacer invocaciones a la luz de las soflamas del alcohol.
Es curioso cuántas nuevas parejas surgían en verano; supongo que por eso hay tantas canciones que hablan de eso. Por el día tumbados al sol abrasador y refrescándonos continuamente en el mar templado. Buceando en una bahía que después estropearían con la intención de hacer un puerto deportivo. Rellenaron las pequeñas calas con tierra. ¿De dónde sacarían aquella tierra inerte? -me pregunto. En pocos meses acabaron con toda la vida submarina. Cuando te metías a bucear ya no veías ni un solo pez. Y al esconderse el Sol se poblaba de coches el descampado que artificialmente habían situado frente a la orilla. Eran parejas que iban buscando su espacio. A lo lejos las luces de cientos de pequeños apartamentos y la placidez del silencio únicamente roto por las olas del mar. Un mar casi siempre en calma. Es lo que tenía aquel recodo: sosiego. Apenas recuerdo ya las canciones, y me costaría tocar ahora la guitarra sin lesionarme las yemas de los dedos. Supongo que aporrearía las cuerdas, pero aún sería capaz de sacar alguna melodía.
Esa Cola que he probado hoy me ha retrotraído a aquellos veranos. Los recuerdo sin tensión, aunque supongo que también sufriría por los desatinos amorosos. Tuve muchas amigas entre los dieciséis y los veintipocos años. Recuerdo que una de ellas, cuando yo acababa de sacarme el carnet de conducir, me esperaba pacientemente a que volviera de mis prácticas para pedirme que la llevara a alguna cala a varios kilómetros de distancia. Siempre quería escapar de sus padres. Nos íbamos a veinte o treinta kilómetros de allí e imaginábamos cómo sería nuestras vidas cuando tuviéramos cincuenta años. Hace mucho que no la veo, pero era bonito hacer de rescatador.
Alejo me ha llamado cuando yo ya estaba trabajando en remoto y me ha dicho alarmado que un vecino había tirado delante de él un ordenador al contenedor de orgánico. Me lo ha dicho porque le ha hecho gracia lo que le he contado que me ocurrió anoche cuando regresé por los papeles a ese contenedor. Le he dicho que por la noche me acercaría a investigarlo.
He salido sí; y en el contenedor marrón he visto la caja vieja y desvencijada de ordenador, pero el atrevimiento me ha conducido a un error mayúsculo. Cuando me he querido dar cuenta la Policía pasaba por detrás de mí en uno de sus vehículos.
He hecho un ademán de abocar residuos y desde la esquina he vuelto a mi portal. Ellos hoy no se han detenido a interrogarme. A ver mañana…
Juan Carlos García Torres Martínez nació en Elda en 1962, era el cuarto de cinco hermanos y siempre fue buen estudiante y con gran capacidad para hacer amigos. Estudió la carrera de Derecho pero nunca ejerció como abogado, aunque su profesión como secretario judicial siempre le mantuvo relacionado con las leyes. Desde muy joven fue un apasionado de la música, llegando incluso a ser fundador de la tuna de derecho de alicante. Otra de sus pasiones fue el deporte; su bicicleta conocía bien todos los montes y parajes de nuestra comarca, pero si hay algo que no abandonó nunca fue la escritura. Le gustaba plasmar vivencias cotidianas transformándolas en pequeñas historias de aventuras. Su tono irónico quitaba dramatismo a lo que relataba, él era así en su propia vida, intentando darle a todo un toque surrealista propio de su personalidad, y con ese estilo escribió su novela corta titulada "el temor" que fue ganadora del premio Ciudad de Elda de Cuentos en 1992.
Fue durante el confinamiento, entre los meses de Abril a Junio de 2020, cuando Juan Carlos hizo un pequeño diario de sus vivencias con su caracteristico estilo
Tristemente Juan Carlos nos dejaba el 16 de febrero de 2021 por causa del Covid, pero su legado literario y personal nos acompañará para siempre.
Éste es un pequeño homenaje póstumo a un discreto artista pero una gran persona.