Capítulo 11 y 12
11
Ha seguido lloviendo. Al menos cuando al filo de las doce de la noche he salido a la calle, todo estaba mojado. Esta mañana a través de las cortinas me ha parecido ver el sol. No estoy seguro, porque he estado todo el día enredado con el portátil. Trabajar a distancia y con un dispositivo de hace trece años, tiene su mérito, pero al menos lo tengo configurado. He empezado a las 9:30 y aún, a las 14:30 estaba hablando con un técnico informático que se había metido, también en remoto, a mi ordenador. Sin pudor, sin intimidad. Dentro de mi chatarra electrónica. Tanta prot cocino de datos para ir te “jaqueen delante de tus narices”.
Tras un leve descanso, he empezado otra vez y sólo he interrumpido sesión para bajarme al garaje y darme unas cuantas vueltas con la bicicleta. Ha sido unos cuarenta minutos. En cuanto me he apeado de la bici he empezado a leer mensajes; tenía como cincuenta. Me meto en la ducha entre conversaciones de guasaps y a la salida sigo, hasta que después de unas cuantas videollamadas por guasap he decidido que apagaba mi viejo iPhone. Eran las diez de la noche. Cuando iba a trabajar no hacía tantas horas. Los ojos como tomates.
Al tirar la basura me he asomado a la Avenida y no he visto polizontes, pero previamente no me he atado las botas, para así no caer en la tentación de aventurarme por las nocturnidades. He respirado unos instantes de aire puro exterior. Ni un alma. A lo lejos se escucha un camión de la basura. Qué bonito, ser basurero en días de cuarentena; con esa sensación de libertad que te da ir colgado de un camión. Deberían ser eléctricos. Así serían más agradables.
No oigo gritar como de costumbre a los mozos basureros. Debe ser porque llevan mascarillas; o quizá porque lo prohíbe el estado de alarma. Quizá porque estén deprimidos; o quizá por alguna otra razón que ignoramos los simples humanos. Debería haber una reforma constitucional para que el camión de la basura fuera menos estruendoso. Es que parece que tengas un chatarrero bajo el balcón cada vez que recoge los contenedores. El caso es que hoy no he podido disfrutar de la calle ni con luz solar ni sin ella. Tendré que tramar algo, pero no está noche. A ver mañana…
12
Esta mañana he salido y he visto la luz del Sol. Tenía que comprar algunos víveres y me he acercado a un Mercadona recorriendo toda la Gran Avenida. La Gran Avenida es la arteria que surca la ciudad, y aunque luego se convierte en otra avenida con otro nombre, para mí no es más que una prolongación de aquella.
De lejos ya veías la cola de los compradores esperando para entrar. A metro y medio de distancia. No he llegado a la puerta. Me he ido hacia otro supermercado. Cuando estaba a unos cincuenta metros de éste, también he visto cola.
Llevaba mi bolsa de compra bajo el brazo, y solo me he cruzado con un coche de policía que no me ha hecho caso. Por las mañanas no paran a preguntar; al menos si te ven con la bolsa de comprar. Tampoco hay que confiarse, yo no me alejo demasiado, pero me ha sentado bien el paseo hasta llegar al tercer súper. Ahí ya he parado.
Bajo la basura, son las once de la noche y no veo a nadie. La Avenida está solitaria. A lo lejos diviso una pequeña luz de bicicleta. “¿Será un ciclista atrevido?” -me pregunto-. Para en un semáforo y le espero unos minutos a que reinicie la marcha. Mientras oteo el contorno sin rastro de viandantes, veo la luz del comedor de mi madre. Está sola y no puede salir ni a comprar. Es muy vulnerable, tiene ochenta y nueve años. La pobre, con lo que le gusta salir a la calle. Me la imagino frente al televisor durmiendo y sin seguir el hilo de cualquier película en blanco y negro. Le acompaña Taka, la perra de Alejo. Taka es una beagle muy tranquila que se ha quedado sorda y cuando entras a la casa no se entera hasta que se despierta y te ve. Entonces se asusta porque no esperaba que hubiera nadie frente a ella. Mi hermano es pintor, además de escaparatista. Está dedicándole una exposición a Taka. La idea es mandar unos cuadros a Italia. Al menos esa era antes de todo esto.
Mientras pienso en la soledad de mi madre, el ciclista alcanza mi altura. Me mira y extrañado porque no debe haber nadie por la calle. Es un repartidor de algún tipo de comidas: pizzas, hamburguesas…
Vuelvo hacia mi portal pero me recorro toda la calle y cruzo hacia la siguiente. Si veo a la Policía diré que iba a dejar algo al contenedor de ropa. Regreso. Hoy no me pillan las luces azules; no hay fuerzas del orden. A ver mañana…
Juan Carlos García Torres Martínez nació en Elda en 1962, era el cuarto de cinco hermanos y siempre fue buen estudiante y con gran capacidad para hacer amigos. Estudió la carrera de Derecho pero nunca ejerció como abogado, aunque su profesión como secretario judicial siempre le mantuvo relacionado con las leyes. Desde muy joven fue un apasionado de la música, llegando incluso a ser fundador de la tuna de derecho de alicante. Otra de sus pasiones fue el deporte; su bicicleta conocía bien todos los montes y parajes de nuestra comarca, pero si hay algo que no abandonó nunca fue la escritura. Le gustaba plasmar vivencias cotidianas transformándolas en pequeñas historias de aventuras. Su tono irónico quitaba dramatismo a lo que relataba, él era así en su propia vida, intentando darle a todo un toque surrealista propio de su personalidad, y con ese estilo escribió su novela corta titulada "el temor" que fue ganadora del premio Ciudad de Elda de Cuentos en 1992.
Fue durante el confinamiento, entre los meses de Abril a Junio de 2020, cuando Juan Carlos hizo un pequeño diario de sus vivencias con su caracteristico estilo
Tristemente Juan Carlos nos dejaba el 16 de febrero de 2021 por causa del Covid, pero su legado literario y personal nos acompañará para siempre.
Éste es un pequeño homenaje póstumo a un discreto artista pero una gran persona.