Cuando las fábricas de hielo nos fascinaban
El hielo y, sobre todo, la posibilidad de fabricarlo, sedujo a los humanos desde el primer momento. Por algo el propio Gabriel García Márquez habla de ello en la primera frase de su genial y extensa novela Cien años de soledad: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”.
Hubo un tiempo, no muy lejano -las personas que tienen unos 60 años pueden recordarlo- en el que no existían las neveras eléctricas y comprar hielo se hizo imprescindible para mantener los alimentos frescos, que no duraban en condiciones más de un día. En Elda existieron varias fábricas de hielo, como la de Herrero, cerca de la iglesia de Santa Ana o la de Vicente Pérez Guerrero junto al parque de la Concordia, que estuvo en activo desde 1956 hasta 2002. Pero la más grande y conocida fue la de Tobías Vergara, que también fabricaba gaseosas con una marca propia llamada “La Perla”, además de sifones.
Tobías Vergara Carpena llegó a Elda procedente de Yecla en la década de 1920 con su mujer Higinia Busquier Micó. Juntos montaron una pequeña fábrica de sifones y gaseosas en la calle Jardines, sin embargo, pronto se trasladaron a la calle Mariana Pineda, donde compraron un extenso terreno para ampliar el negocio con una fábrica de hielo, que requería una superficie grande. Hoy se puede ver en su lugar el Edificio Tobías, entre la Plaza de Toros y la avenida de Chapí, justo en la esquina de abajo del edificio Sochil.
La descripción de esta fábrica la han realizado para Valle de Elda personas hoy adultas, pero que la recuerdan con ojos de cuando era niños, por lo que las proporciones son relativas: un enorme patio presidido por una gran palmera y una preciosa enredadera, donde crecían plantas hermosas como un gran jazminero rodeado de olorosas flores de don pedros, al que se accedía por una doble puerta señorial y gigantesca. Quizás realmente fuera así.
Este patio servía para guardar a Rosita -la mula- y el carro del que esta tiraba para repartir el hielo. Entrando a mano derecha tenía Tobías su vivienda y en los últimos años también una armería en la que vendía armas y munición para los aficionados a la caza como él. En la parte izquierda se encontraba la fábrica de hielo con sus múltiples tuberías a la vista y un intenso olor a amoniaco, además de las banastas de madera repletas de sifones. Muy cerca se hallaba la fuente de los burros, que suministraba el agua.
La fábrica estaba presidida por una gran balsa de unos 30 metros cuadrados -una media pista de tenis- de salmuera, donde se colocaban los moldes de metal rellenos de agua potable de la fuente, moldes que se colgaban de unos raíles. Mientras, unas resistencias rellenas de gas de amoniaco que funcionaban con la energía eléctrica de un compresor, congelaban el agua de los moldes, pero no la de la balsa, que contenía salmuera para evitar que se helase. Una vez compactado el hielo, se desmoldaban los bloques y se colocaban en pilas intercaladas con listones de madera, preparados para su distribución y venta.
Tobías y su mujer Higinia no tuvieron hijos, pero adoptaron a una sobrina cuando su madre, hermana de ella, murió de parto y del padre nunca más se supo. A esta niña, Encarnación, la quisieron como a una hija, y la marca de sifones La Perla se puso en su honor, porque ella era la “joya” de la casa. Precisamente fue esta actividad la que distinguió a Tobías sobre el resto de fabricantes de hielo, ya que llegó a patentar su marca, que tuvo mucho éxito, concretamente se denominaba “Espumosos La Perla” y a sus empleados los llamaban “los sifoneros”.
La fábrica de Tobías distribuía el hielo en Elda y Petrer, primero con la mula Rosita y el carro, posteriormente con una pequeña flota de unos seis triciclos que llevaban una gran cesta para las barras y sifones sobre la rueda de delante y, en los últimos años, con motocarros de tres ruedas. Tobías fabricaba unas enormes y pesadas barras de hielo macizo -de unos 15 kilos de peso- con forma rectangular, que distribuía envueltas en tela de saco. Esta pita era el equivalente en la actualidad a las bolsas de plástico que reutilizamos, pues antes todo se distribuía en sacos: las legumbres, el pan, la faena del calzado…
Hay que añadir que estas barras, ya en las casas, se picaban con martillos sin desenvolverlas de la tela de pita. Posteriormente el hielo picado se utilizaba para refrigerar los alimentos, aunque no solía estar en contacto directo con estos.
Neveras de hielo
María Salud Juan Navarro, de 74 años de edad, es eldense desde hace siete generaciones por parte de su madre, “que era más de Elda que la calle Colón”, por lo que es una importante fuente de datos, que recuerda con cariño los años dorados de Elda (los 60-80): “La gente de Elda ha viajado mucho siempre, ha sido muy abierta de mente, acogedora y generosa; yo he viajado a Madrid con 14 años y la moda que se llevaba aquí no la veía en la capital”… pero esa etapa es otra historia.
La familia de María Salud fundó la empresa Envases Tendero, que cumplirá cien años en 2023. En su casa existía una nevera americana, que funcionaba con el hielo que compraban y no con luz eléctrica. La nevera tenía dos partes con sus respectivas puertas: una superior, para el compartimiento del hielo, que servía de refrigerador; y la de abajo para los alimentos, que contaba con lejas. También existía un cajón para recoger el agua resultante del hielo que se iba derritiendo, que formaba un líquido gelatinoso. “Las neveras eran muy bonitas, con sus abridores metálicos y sus cantos redondeados, tanto que se utilizaban para decoración”, recuerda.
Los bares, en cambio, disponían de grandes cajas de madera que forraban de un corcho grueso sobre el que ponían el hielo para enfriar las pocas bebidas que se dispensaban antes, ya que no habían llegado los botellines de cerveza ni la Coca-cola y otros refrescos.
María Salud recuerda que su madre en verano utilizaba unas heladeras con manivela -de las que aun se puede ver alguna en el Museo Etnológico- en las que colocaba el hielo picado para elaborar café helado, leche merengada, agua limón, agua cebada y mantecado.
Los eldenses de entonces compraban buena parte de los alimentos frescos en el Mercado Central, “tenía mucha vida, el pescado era buenísimo, recuerdo la pescadilla que traían de Santa Pola”, afirma María Salud Juan.
Los heladeros
Los clientes mantenían una relación de amistad con Tobías e Higinia, quienes eran simpáticos y amables con ellos. Las barras se vendían al precio de una peseta y media -no llega a 2 céntimos de euro-. Las familias solían comprar un cuarto de barra, que se repartía a domicilio o se despachaba en la propia fábrica por unos pocos reales.
Pero la clientela más importante de la fábrica eran los heladeros, que compraban hielo en los meses de verano. En los años 50 en Elda existían tres heladerías: Daniel, Casablanca, Rosario, que luego sería Los Caballitos, y La Fama, ya desaparecida, que se encontraba en la calle Pedrito Rico. Cada día, estos heladeros compraban unas 10 barras de hielo, que luego machacaban en casa para rellenar sus bidones o garrapiñeras y mantener el género frío. Estos bidones de corcho contenían un depósito central independiente para el helado, y alrededor colocaban el hielo, que intercalaban con capas de sal para que el frío durara más tiempo. Cuanta más sal, más baja era la temperatura. Después de introducir las garrapiñeras en sus carritos, los heladeros salían a vender.
La jornada empezaba a las 7 de la mañana, cuando recogían las barras de hielo con sus carretillas de dos ruedas en la fábrica de Tobías. Después de triturarlas, salían con sus carritos a las 8:30 horas de la mañana para instalarse a las puertas del Mercado Central o recorrer Elda.
Pero los heladeros merecen un capítulo aparte, por lo que retomaremos el tema en una próxima entrega.
Una hija adoptiva
Encarnación Vargues Busquier, que se crio como la hija con Tobías e Higinia, ha cumplido 90 años. Le cuesta mucho recordar, pero no puede olvidar cómo dispensaba el hielo a la gente que iba a la fábrica a comprarlo: “Me pedían 10 o 20 reales de hielo y yo cortaba un cuarto de barra con un serrucho”. Entorna sus pequeños ojos claros, sorprendentemente chispeantes, y afirma que cuando era muy pequeña, los empleados la subían en la cesta delantera de las bicis para darle una vuelta o la montaban en el carro que estaba en el patio.
Encarnación ya no se puede valer por sí misma y vive en la casa de su hija Encarna, donde guarda una caja con fotografías y postales que le enviaban sus padres adoptivos en los años 50 desde París, Bruselas… “Viajaban mucho”, comenta y añade: “Cierro los ojos y parece que los veo”.
Ella trabajó como uno más en la fábrica de hielo, “vendíamos mucho y los sábados y festivos teníamos tanto que hacer que ni cenábamos”. Llevaba siempre un delantal blanco, como Higinia, y fue una buena chica. Conoció a al joven Antonio Gras y después de casarse con él continuó trabajando en la fábrica hasta que tuvo su segundo hijo, en 1963. No obstante, siguió viviendo allí con su marido y sus dos hijos durante ocho años.
De sus años de juventud recuerda especialmente las Fiestas de Septiembre, con la suelta de globos porque su padre tiraba uno.
Los hijos de Encarnación también tienen vagos recuerdos de la fábrica, sobre todo Antonio, que es el mayor. En los años 60 era un niño y aun hoy reconocería perfectamente los aromas de las esencias para fabricar los sifones que su abuelo guardaba celosamente en la habitación donde dormía: fresa, manzana, limón y el blanco. Recuerda las escaleras centrales para subir a las habitaciones de los operarios, el cuarto para lavar los trapos… o momentos concretos como cuando probó el hielo y le supo a hierro, o los días que ayudaba a su abuelo Tobías a rellenar cartuchos de pólvora en la armería en la que también se vendían tracas o trampones para pájaros. Le viene a la memoria que en los años 60 ya se dispensaban cervezas frescas como la Nebli, El Águila, y algunas personas iban a la fábrica a tomárselas a pesar de no existía barra.
El helado se consumía mucho más que ahora y sus abuelos lo mandaban a la casa de Daniel: “Con una jarra de cristal a por horchata, pues vivía cerca, en la calle San José”.
Aunque era pequeño se daba perfecta cuenta de quién mandaba en el negocio: “La abuela se sentaba en un gran sillón de mimbre con su delantal blanco y desde allí ella era la jefa y administradora”. Su abuelo Tobías, a veces, por las noches subía a Bolón para cazar conejos, que salían de madrugada y luego su abuela Higinia los pelaba, así como perdices y liebres. Recuerda que en su casa entró una de las primeras televisiones de Elda en blanco y negro y los vecinos los visitaban para disfrutar del espectáculo.
Una vida dura en la fábrica
Pero la historia es muy diferente según lo que hayamos vivido. Josefina Villar González, de 86 años, es hija de Manuel, trabajador de la fábrica de Tobías Vergara durante casi 40 años. Sus padres llegaron de Bonete (Albacete), donde conocieron a Tobías porque iba allí a cazar y este les animó a venir a Elda para trabajar con él, pues “en mi pueblo no había ni para comer”, indica Josefina.
Su padre, Manuel Villar Rovira, repartía los sifones y el hielo con el carro cuando había que subir hasta Petrer, y en triciclo por Elda. La relación de su familia con Tobías e Higinia no fue muy amistosa. Josefina todavía se indigna cuando recuerda el trabajo de su padre en la fábrica, pues durante casi toda su vida laboral no tuvo contrato y, cuando al final de la misma le hicieron uno, fue de aprendiz, “él, que tenía tenía las manos tiesas del helor del hielo, nunca tuvo una paga extra, ni vacaciones, ni fiestas...” afirma con amargura sin poder reprimir el llanto. “Yo me vine del pueblo con 17 años y al año siguiente me hice un novio que trabajaba en los zapatos y me decía que él firmaba papeles y que le pagaban las vacaciones, pero mi padre nunca quiso pedir nada”, dice. Uno de los hechos más curiosos es que en Bonete su padre era zapatero de mano y lo conocían como Manolo “el Zapatero”. Sin embargo, al llegar a Elda, una ciudad zapatera, cambió de actividad por la fábrica de hielo.
Su madre, Saturnina Fernández del Campo, trabajó como criada en la casa de Tobías, junto con ella y sus hermanas, por eso las llamaban “las sifoneras”. Sus recuerdos no son mucho mejores, ya que llegaron a pasar hambre.
Josefina vivía con su familia en la casa que ahora ocupa la Churrería Bermúdez y, en cambio, mantenían unas excelentes relaciones con los vecinos, que en aquel entonces constituían verdaderas familias que se ayudaban en lo que podían. Los Ribelles -de las cerámicas- les daban higos y almendras y en su corral hacían teatro con Juan Navarro -posterior fundador de Kurhapies- y sus hermanas, junto a los hijos de Marcos -propietario de un almacén de corcho-: Miguelina, Marquitos y Maricarmen. “Éramos pobres, pero se portaban con nosotros de maravilla, como una familia, recuerdo que cuando nos teníamos que hacer fotos, nos dejaban la ropa”, comenta. Por otra parte, la relación de su madre y sus hermanas con la hija de Tobías e Higinia fue muy buena, ya que eran verdaderas amigas.
Juan José Jiménez Galletero, de 77 años, trabajó con Tobías Vergara durante dos años como repartidor de hielo y gaseosas. Con su triciclo distribuía los encargos que eran para los bares más pesados: hielo, sifones y gaseosas, cosa que no le costaba un gran esfuerzo porque había participado en la vuelta en bici a Lérida y era muy fuerte. Con casi 20 años, estaba recién llegado procedente de un pequeño pueblo del Pirineo leridano. Con el paso de los años terminó por arrepentirse de haber venido a Elda “porque estaba mejor colocado en la empresa hidroeléctrica en el río Ribagorzano, donde el ingeniero me quería como a un hijo”. Aunque eran de Munera (Albacete), su familia fue trasladándose de ciudad en busca de una vida mejor: Cuenca, Toledo, Guadalajara, hasta llegar a Lérida y luego Elda. En el año 1963 emigró varios meses a Suiza para trabajar como albañil en la construcción del túnel en San Bernardino.
Juan José repartía el género a los bares en un área que iba desde la carretera de Monóvar hasta la Plaza Castelar. Recuerda que en Elda había pocas casas, casi todas de planta baja, y que existía mucho campo y huerta, aunque “mi padre decía que esto era el desierto del Sáhara porque en Lérida todo eran avellanos y abetos por los que subían las ardillas…”.
La historia de la fábrica de hielo y sifones de Tobías Vergara terminó en los años 70. Aunque el negocio había dado mucho dinero, a partir de los años 60 empezó a decaer hasta que en los 70, la llegada de las neveras eléctricas y el aterrizaje de las marcas multinacionales en el mercado de los refrescos, también de gaseosas, hizo que Tobías e Higinia tuvieran que cerrar la fábrica. El propietario falleció a los 77 años (1975) mientras que su mujer terminó sus días en el asilo de Monóvar siete años más tarde, a los 83 años de edad.
Su hija adoptiva no recibió casi nada de aquel patrimonio, porque no figuró nunca como tal legalmente, sino como una sobrina más de entre los muchos descendientes de los hermanos de Tobías e Higinia.
El cierre de la fábrica significó también el fin de una época para Elda y, con ello, el adiós definitivo a una forma de vivir. Una Elda que estaba despidiéndose de sus últimos años como pueblo para convertirse en ciudad, y que abordaremos en una próxima entrega en la que hablaremos de los heladeros, unos profesionales que conocían a casi toda la población y que fueron los mejores conocedores de la Elda que existió entre los años 50 y 70.